Desvelada. Recuerdos en fuga
opinion
Una tarde caminábamos por Belgrano esquivando baldosas flojas y pozos. Había un charco enorme de la lluvia acumulada del día anterior y como pegaba un poco el sol, las nubes se reflejaban en él. Era un charco de nubes. Mi padre lo señala con el bastón (para ese momento todo lo señalaba con el bastón, que era casi como una prolongación de su brazo) y dice:
–Si quisieses filmar este charco, ¿dónde pondrías la cámara para no salir reflejada en la toma?
Tardo en entender si se trata de una pregunta filosófica o de índole técnica. No espera mi respuesta.
–A 45 grados.
Pone el bastón a 45 grados del charco y efectivamente, si me agacho y miro desde ahí no hay manera de aparecer reflejada en el agua.
–Ubicás la cámara acá. Si pusieses un barquito de papel, por ejemplo, quedaría navegando en las nubes. Y si lo dibujases deberías tener cuidado de ver que los dos cordones de la calle se alejan hasta juntarse por allá.
Dice, y señala, también con el bastón, un punto lejano donde los cordones de las veredas casi se tocan.
Mi padre solía tener esas interrupciones insólitas. Ese día seguimos caminando despacio y recuerdo que volví a casa pensando por qué habría yo de querer filmar un charco lleno de nubes. Hoy no importa tanto.
La perspectiva lineal es un complejo sistema para crear la ilusión de profundidad en una superficie plana que surgió en el siglo quince asociado a artistas y arquitectos, pero sobre todo a las figuras de Filippo Brunelleschi y León Battista Alberti. Brunelleschi se había propuesto construir para la eternidad, y si uno entra a la catedral de Florencia y mira hacia arriba o se aleja a las colinas cercanas para reconocer su domo a la distancia, estaría tentado a decirle que descanse en paz, que así lo hizo.
Para demostrar sus hallazgos sobre la perspectiva había pintado dos paneles (hoy perdidos) mostrando las calles y edificios florentinos donde quedaba muy claro que había comprendido el concepto de un único punto de fuga hacia el que parecían converger todas las líneas paralelas en el mismo plano y la relación entre la distancia y el tamaño de los objetos. Solía pedirle a la gente que comparara su trabajo con la escena real que retrataba para probar la precisión de su obra, un método que sería interesante para medir la precisión de nuestros recuerdos con el paso del tiempo, tan engañosos como el espejo retrovisor del auto.
Entre mis cuentos favoritos, mi padre solía contarme uno, que no era cuento y me lo relataba como si fuese real, sobre este amigo suyo que tenía una granja de animales en miniatura que salían de sus corrales (hechos de fósforos) solo por las noches, cuando se sentaba a trabajar en su escritorio y encendía la luz de una lámpara de pie. “¿Pero chiquitos cuánto?” No era suficiente basarme en mi imaginación, necesitaba la dimensión real de esos animalitos. “Las vacas son como gomas de borrar. Los chanchitos se revuelcan en un barrial dentro un plato de sopa y a las gallinas les encanta pararse sobre los lápices cuando mi amigo dibuja. Lo vuelven completamente loco volando cortito por todos lados.” Entre mis preferidos estaban los pollitos, que no eran más grandes que arvejas con plumas y las ovejas, que corrían por el escritorio saltando en rebaño sobre los obstáculos y a veces acumulándose aterradas en un rincón contra los libros. Yo las imaginaba como bolitas de algodón de esas que usaba mi madre para desmaquillarse, y era una buena imagen para quedarse dormida.
Cuando su Parkinson fue avanzando, los dibujos de mi padre se tornaron más pequeños, y su letra casi diminuta e imposible de leer. Sin embargo, lograba unas ilustraciones hechas en las esquinas de una factura de electricidad o un ticket de restaurante, obras de arte en miniatura para exhibirse en un museo que solo permitiera visitas con lupa.
Durante muchos años estuve muy enojada con él. Me costó lidiar con sus debilidades, su comportamiento un tanto infantil, la dependencia que generaba un poco su enfermedad, otro poco su personalidad y una larga lista de errores ajenos y propios que nos dedicamos. Sin embargo, con el tiempo fueron apareciendo los recuerdos, el sentido del humor heredado, el talento con el papel y el lápiz, su risa, los juegos infantiles y su infinita creatividad. Es como esta presbicia que me vino con los años, a veces parece que hay que alejarse para ver mejor, otras es pura cuestión de perspectiva. Y otras tantas, los recuerdos se escapan hacia un punto de fuga y solo queda el amor.
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