La Voz del Interior @lavozcomar: Nosotros, los malcriados

Nosotros, los malcriados

A quienes estamos rondando los 50, no nos malcriaron con regalos o permisos. Las siestas eran sagradas y, si hacíamos ruido, ligábamos con una ojota, un cinto o cualquier objeto que cumpliera el objetivo. Para hacer alguna actividad a la siesta, nos convertíamos en monjes zen (en esa época, no se decía así) para jugar a algo sin hacer ningún ruido.

Pero nos malcriaron de otra forma.

Para 1978, tuvimos un Mundial en el que salimos campeones. Mario Kempes, goleador; una selección que hizo tres goles en la final contra Holanda. Salimos al centro de mi pueblo a festejar; pero como yo, con 7 años, no agitaba la Bandera, mi vieja me puso en orden: “Agitá esa bandera, que no salimos campeones todos los días”. Y agité la Bandera. Pero ¿qué sabía por entonces cada cuánto se salía campeón?

Y no tuvimos ni un respiro. Un petiso con muchos rulos que salía del túnel y se tomaba una gaseosa de un solo trago viajó hasta Japón con un grupo de chicos y se trajo el primer campeonato mundial juvenil de la historia. 1979.

En 1982, la cuenta era fácil. Si a la selección de 1978 campeona mundial le sumábamos al mejor jugador del mundo, no había otro resultado posible. Íbamos a volver a salir campeones.

Brasil e Italia nos acomodaron las ideas, el 10 se iba expulsado y nosotros nos quedamos en medio de las heridas de Malvinas. No sabíamos si era tan fácil salir campeón.

Tranquilos, éramos adolescentes y llegó 1986. Maradona, con la mano y con el pie, destruía a Inglaterra con pases de magia. Más magia con Bélgica, y después Burruchaga lo ayudó con una gran corrida para que el 10 levantara la copa.

Saquemos cuentas: en nuestra corta vida, habíamos jugado tres mundiales, de los cuales ganamos dos. Nos malcriaron.

Mi teoría

Todo era fácil para nosotros. Y por las dudas, si estábamos confundidos, llegó 1990.

El equipo no jugaba a nada, jugaba horrible, perdimos con Camerún, ganamos un solo partido en primera fase y chocamos con Brasil. Nos pasaron por arriba, pero Diego y Caniggia lograron lo imposible. Apareció Goycochea y sus manos nos depositaron en una final.

La sufrimos, lloramos, pero salimos a festejar porque fue un campeonato glorioso.

No ganamos, pero la cuenta es fácil. Llevábamos en nuestra vida cuatro mundiales, tres finales, dos campeonatos ganados. El nivel de malcrianza era alevoso.

Ahí elaboré mi teoría: ganamos un Mundial, y el siguiente no. Uno sí; uno no. ¡Tenía 20 años y elaboré una teoría!

1991. Sin Maradona, que empezaba a bajar y a subir de sus infiernos, fuimos a Chile, a la Copa América, con nuevos jugadores y ganamos brillando. El equipo jugó hermoso; le ganamos a Brasil. Increíble. No hacía falta Maradona: ganábamos hasta sin él.

Siguiente Copa América, 1993, el equipo ya no brilló. Ganamos sufriendo, y en la final nos impusimos 2-1 a México, en Ecuador. Mi vieja me preguntó si íbamos a festejar a la plaza y le dije que no, que me quedaba viendo las imágenes en televisión.

¿Mirá si yo, con tres finales del mundo, voy a ir a la plaza a festejar una Copa América ganada de suerte? Yo no estoy para eso, pensé.

Fin de la racha

Diego volvía de su infierno; flaco, enérgico, era líder de un grupo que jugaba bellísimo. Batistuta, Caniggia, Redondo, Ruggeri y el Diego. 1994 iba a ser la muestra de que mi teoría funcionaba: uno sí; uno no. Dejemos de perder tiempo, graben el nombre debajo de la copa y nos volvamos, que Estados Unidos es caro.

Pero entró en juego una enfermera grandota que caminaba por el césped y nos cortaba las piernas. Nos cortaba los sueños y nos mandaba a casa.

Ya me había recibido de contador; entonces, le puse economía a mi teoría: si Argentina estaba en crisis, la teoría funcionaba; si Argentina estaba bien en su economía, la teoría no funcionaba. Argentina 1994 crecía, sin inflación, y entonces mi teoría se suspendía. En 1998, llenamos las canchas en Francia con el 1 a 1 de la convertibilidad. Entonces, pensé, mi nueva teoría funciona: Argentina no tenía inflación, de modo que, como una especie de compensación universal, un país no podía ser feliz también en una cancha de juego si además su economía andaba bien.

Y llegó 2002. Veníamos de la mayor crisis de nuestra historia y mi teoría se ponía a prueba. Estaba seguro de que ese Mundial lo ganábamos por una justicia universal y porque teníamos lindo equipo. Mi teoría, al igual que el equipo, no pasó de ronda, y volvimos con la cabeza más gacha de nuestra historia.

Otra esperanza

El resto no lo voy a detallar, pero caminamos por una alfombra llena de derrotas, finales perdidas, errores nuestros y habilidades de los demás. Y llegó Messi y empezamos a soñarlo por él y por nosotros.

Y fuimos padres y ya no queríamos ganar por nosotros ni por estúpidas teorías, sino queríamos que Argentina ganara por ellos, por nuestros hijos, para que supieran qué era sentir el grito de ¡Argentina campeón!, abrazarse con los amigos, con la familia y saber lo que es disfrutar un triunfo sin división, sin ver triste al del frente.

Nosotros, los malcriados que rondamos los 50, que somos padres o tíos y algunos hasta abuelos, deseábamos con absoluta humildad que ellos, hijas, hijos, sobrinos, nietas, se envolvieran en un abrazo, lloraran y cantaran “Argentina campeón”.

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