Pirámide de Mayo, el entramado detrás de una mudanza de 63,17 metros y 197 toneladas
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Una rústica pirámide de ladrillos -más bien, un obelisco- de 14 metros adornó la plaza principal de Buenos Aires, a la altura de la Catedral, en mayo de 1811. El objetivo fue dejar testimonio, a un año de la instalación del primer gobierno patrio. Resaltamos la ubicación: se encontraba a la altura de la Catedral, muy cerca del Cabildo.
En 1856 se contrató a Prilidiano Pueyrredón para que el modesto monumento fuera cubierto por otra pirámide -más bien, otro obelisco- de 42 metros y cuatro figuras de mármol que simbolizaban La industria, El comercio, Las ciencias y Las artes. La original se había mantenido por 45 años. La segunda estuvo a punto de ser demolida cuando apenas tenía 27 años de existencia, en 1883.
Esto se debió a que en ese año, el intendente municipal Torcuato de Alvear, bregó para que se tirara abajo la recova que cortaba en dos a la actual Plaza de Mayo. Llevó adelante su proyecto de demolición, pero cuando le tocó al turno a la Pirámide de Prilidiano, el jefe comunal se topó con un escollo. La opinión pública se manifestaba muy en contra de que fuera removida. Alvear insistió: su intención era que se comprendiera que los hechos de 1810 necesitaban de un monumento de gran magnitud. Por esos días, en las vidrieras de los negocios se colocaron láminas del proyecto municipal, cuyo objetivo era torcer las opiniones desfavorables. Se recabó la opinión de personalidades de la cultura, pero no encontró voces que lo apoyaran. Y la pirámide sobrevivió a la piqueta.
El próximo debate en torno de la plaza y sus monumentos tuvo lugar en 1902, cuando se planteó la posibilidad de que la Cuenta de las Nereidas, obra de la escultora Lola Mora, adornara el centro de la misma. El problema era que las hijas de Nereo se presentaban no como Dios las trajo al mundo, sino un poco más desarrolladas. Y más allá del malestar que podría percibirse en las generaciones mayores, al salir de misa en la Catedral, inquietaba el vandalismo juvenil en los senos de las esculturas. Por lo tanto, se descartó ubicar allí la fuente.
Llegó 1910. El principal acto de los festejos por el Centenario de la Revolución de Mayo tuvo lugar el 25 de mayo en la Plaza de Mayo, valgan las redundancias. Ese día se colocó la Piedra Fundamental del Monumento a la Revolución que se ocuparía el centro de la plaza. ¿Y la Pirámide que estaba a la altura de la Catedral? Se resolvió trasladarla 63,17 metros hacia la Casa Rosada. Exactamente en el lugar que ocuparía el nuevo monumento. Por lo tanto, la Pirámide de 1811 estaría dentro de la Pirámide de 1856 que, a su vez, estaría dentro del Monumento a la Revolución.
El traslado quedó a cargo de la empresa Artes y oficios, del francés Anselmo Borrel. Lo primero que se hizo fue retirar las estatuas de los vértices (ya que la Pirámide iba a quedar cubierta, las estatuas podían mantenerse a la vista en otro lugar). Luego se montó en una zorra para moverla con rieles. Pesaba 197 toneladas. El 12 de noviembre a las 11 (12/11/12 las 11) comenzó la mudanza. Pero la “traslación” (empleando la palabra que más se repitió esos días) no despertó demasiado interés. La Nación informó:
“Solo algunos transeúntes desocupados formaron no muy nutrido grupo de curiosos en torno a las vallas que rodean el sitio de la operación y varias personas se asomaron a los balcones de los hoteles que circundan la plaza”.
Los ministros de Obras Públicas y Relaciones Exteriores, Ezequiel Ramos Mejía y Ernesto Bosch, más el intendente Joaquín de Anchorena, fueron las personalidades destacadas que concurrieron al acto de inicio de obra.
Un minuto eterno
La Pirámide centenaria, cuya escultura de La Libertad había sido ornamentada con los colores de los pabellones argentinos y franceses (estos últimos en honor del contratista) fue montada en un carro de hierro cuyas ruedas encastraban en vías con un muy leve declive para facilitar la tarea. El monumento avanzaba a 35 centímetros por minuto ante la presencia de autoridades, invitados especiales, prensa gráfica y curiosos.
En los días subsiguientes creció el interés y se establecieron horarios de visita. Por fin, el 20 de noviembre a las 2:30 de la tarde, se desplazó los diez metros finales, en medio de cantos patrióticos y discursos de despedida a la Pirámide que pronto sería tapada. Uno de los oradores clamó: “¡Sí, inmortal pirámide, ya no te verás como antes, en los grandes días, rodeada a la salida del sol por los niños de las escuelas públicas que acostumbraban con sus voces inocentes y con unción patriótica corear el Himno a las glorias nacionales!”. Un dejo de nostalgia contagió a los presentes.
Se reunieron en una caja de estaño monedas, un billete de un peso, las tarjetas personales de los funcionarios que participaron y una crónica de la discusión de 1883, cuando el intendente Alvear pretendió demolerla. Se cerró la caja y se le adosó una plancha de bronce con la inscripción: “Traslación de la Pirámide de Mayo —(ley 6826)— Presidente de la Nación doctor Roque Sáenz Peña — Intendente Municipal doctor Joaquín S. Anchorena”. En los días posteriores se ubicaría debajo del pedestal. Suponemos que allí se mantiene.
Aquel día hubo presencia escolar y La Prensa se quejó: “Llamó la atención que el consejo [escolar] hiciera concurrir escuelas de niñas y no de varones. Hemos observado, además de esta exclusión no muy justificada, el espectáculo poco agradable que ofrecen las alumnas al ir cantando por las calles (…). Porque no se nos diga que es educar bien a las futuras madres, hacerlas marchar por las calles, entonando cantos y llamando la atención del todo el mundo”. Sí, esos asuntos debatían nuestros abuelos de 1912.
El mentado Monumento a la Revolución nunca se realizó. La despedida Pirámide se mantuvo a la vista, aunque sin reencontrarse con las cuatro esculturas, que durante años se exhibieron en Alsina y Defensa, a una cuadra de distancia. Regresaron a los vértices originales en 2017, sesenta y un años después de que Prilidiano Pueyrredón presentara su obra a los porteños.
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