Un esquema cultural igualitario
Como cada 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, vale hacer cuentas y tomar conciencia de la desigualdad de género.
A los optimistas, se les tornará difícil encontrar motivos para señalar que en el último año hubo avances significativos. La pandemia nos confinó a todos, pero la vida doméstica durante la cuarentena mostró su feminización. En casa, la mujer trabajadora y con hijos, en pareja o no, trabajó, cuidó niños y fue maestra particular. Además cargó con las labores domésticas. Los varones, en buena medida, colaboraron con todas esas tareas menos que antes del coronavirus.
Los pesimistas encontrarán en aquel confinamiento el primer argumento para darse la razón. 2020 ha marcado un retroceso, dirán. Y a ello agregarán la preocupante estadística de la violencia de género. No sólo el incremento de las denuncias durante la cuarentena, sino también los números del femicidio.
Hay distritos que en los últimos dos meses registraron el 50 por ciento de los casos contabilizados en todo el año pasado.
Por lo tanto, conviene ser realistas y partir de una ajustada caracterización de la cuestión de fondo. Si mujeres y varones somos en lo esencial iguales y en lo particular nos complementamos, ¿por qué hay tanta desigualdad entre los géneros?
Porque la mujer no nace, se hace, según la célebre frase de Simone de Beauvoir. Los atributos femeninos que definen el “ser mujer” no están en nuestros genes, sino en nuestra cultura. Se aprenden y se incorporan con el tiempo. Otro tanto ocurre con los rasgos que prescriben el “ser varón”. A partir de allí se establecen las diferencias de género.
El esquema cultural en el que vivimos desde hace demasiados siglos es el patriarcado. El varón domina o, si se prefiere, ejerce la autoridad. Por eso el poder es masculino: a duras penas, las mujeres acceden al Poder Legislativo, pero son una ínfima minoría las que han ejercido la presidencia de un país o han estado al frente de una Corte Suprema de Justicia o de un banco central; de hecho, no son muchas las que han administrado gobiernos locales.
Es más, mientras la historia del parlamentarismo moderno se puede remontar al 1700 en Gran Bretaña, a las mujeres recién se les permitió votar unos 200 años después, en algún momento del 1900. En Argentina, en 1951.
Los líderes de distintos credos religiosos, los programas de muchos partidos políticos y la plataforma de casi todos los movimientos sociales hacen hincapié en la necesidad de luchar contra la desigualdad socioeconómica. Proponen redistribuir la riqueza, por ejemplo.
No se advierte el mismo ímpetu para combatir la desigualdad de género, aunque haya vínculos entre ambas: la pobreza, sin ir más lejos, está feminizada por las deficientes condiciones laborales de las mujeres.
De esto se trata, entonces, nuestra deuda social más invisibilizada. Necesitamos presupuesto, planes y objetivos de mediano y largo plazo para reducir la brecha entre los géneros. Necesitamos, en suma, un esquema cultural igualitario.
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