El Cronista @cronistacom: La imagen que nos devuelve el espejo americano

La imagen que nos devuelve el espejo americano

La victoria de Donald Trump consagra la hegemonía global creciente de una nueva forma de hacer política, basada en el recurso a la ‘destrucción creativa’.

A lo largo de más de 230 años, el sistema institucional norteamericano ha operado como un espejo en el que se miraron las democracias del resto del mundo. Desde las magistrales observaciones de Alexis de Tocqueville hasta las apreciaciones de filósofos, juristas y científicos sociales que estudiaron y vivieron la complejísima relación entre las instituciones y la vida política americana, ofrecieron el mayor banco de pruebas de las amenazas, debilidades y fortalezas de la idea y posibilidades de la república constitucional en su gestión de los desafíos que le plantean las siempre cambiantes dificultades de la dinámica democrática.

Donald Trump

La victoria de Donald Trump no sólo devuelve a la cumbre de lo que Raymond Aron llamó la «República Imperial» a un personaje arquetípico de la nueva élite del poder mundial. Consagra también la hegemonía global creciente de una nueva forma de hacer política, basada en el recurso a la ‘destrucción creativa’. A la idea de una guerra abierta, sin cuartel, sin reglas ni arbitrajes como punto de partida para la reconstrucción de un orden perdido, imaginado por una nueva generación de estrategas del caos. El orden político imaginado desde una pesadilla retrospectiva, alimentado en las fuerzas ocultas del resentimiento social y la negatividad acumulada por sectores de la sociedad desencantados e indignados por las carencias y decepciones de la experiencia democrática.

Las imágenes que hoy nos devuelve el espejo americano no son por cierto novedosas. Corresponden a un país en guerra desde su nacimiento que concibe a la política como campaña electoral permanente, como lucha continua y como enfrentamiento entre facciones extremas. El insulto, la diatriba apocalíptica y las campañas negativas no son nuevas. Están muy lejos de ser malformaciones aberrantes de la época actual. Como tampoco lo son el bloqueo de las instituciones gubernativas y legislativas, los abusos del «filibusterismo» parlamentario, los excesos del spoil system, el winner takes all o el conflicto de los poderes.

La deriva autoritaria desencadenada en Estados Unidos sobre todo a partir de la guerra fría y a lo largo de los gobiernos de Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama viene evidenciando los sesgos autoritarios del hiperpresidencialismo y el culto a la personalidad que eclosionan hoy, por segunda vez, en la personalidad de Trump. Refuerzan así la hipótesis de que la polarización y el nivel de conflicto que caracteriza cada vez más a la política americana deriva sobre todo de las dificultades del sistema institucional americano con el tipo de política que caracteriza a las democracias avanzadas.

La particular visión de la división de poderes acuñada por los founding fathers americanos, basada en el reconocimiento de una suerte de doble legitimidad de un congreso bicameral y un presidente ejecutivo, abre un conflicto permanente entre esas dos legitimidades, agravado en un contexto social de dificultades cada vez mayores, por parte de una sociedad cada vez más masiva, diversa, heterogénea, multicultural, con tendencias crecientes al conflicto y la diferenciación.

La existencia de un complejo sistema de encuadramiento de la pugna política, con incentivos cada vez más importantes para la competencia polarizada, amplifica las dificultades para el desarrollo de procesos de concertación, compromiso y construcción de confianza y capital social.

La política norteamericana -observan algunos de los analistas más lúcidos de la nueva política- genera climas de animosidad creciente en una sociedad fragmentada y desconfiada. Ello incrementa a su vez la escala y profundidad de disparidades profundas, basadas en diferencias sociales, económicas y culturales y alimentadas desde plataformas ideológicas y discursivas diseñadas y conducidas desde las redes sociales y las estructuras de campañas electorales permanentes.

El bipartidismo cada vez más cerrado, profundizado hasta el límite por instrumentos institucionales como las primarias abiertas y el financiamiento ilimitado de las campañas más costosas del mundo, apunta al cultivo de antagonismos permanentes que esterilizan cualquier intento de articulación de instancias de cooperación social, aptas para promover decisiones colectivas capaces de proveer bienes públicos en condiciones de equidad y eficiencia acordes con la importancia de las necesidades y expectativas de una sociedad que se considera estafada por las promesas no cumplidas por la democracia.

En un contexto de desigualdades crecientes, el sistema político articula una situación de empate permanente. Promueve y exacerba los antagonismos. Retroalimenta y premia el conflicto, el atrincheramiento y el bloqueo. En situaciones excepcionales, el Presidente puede hasta lograr mayorías propias en ambas Cámaras, que se suman a un posible control de la cúpula del Poder Judicial. Un cuadro que permite incluso avizorar circunstancias aún más polarizadas. Así, el sistema se aleja del ideal normativo de la república constitucional. Sus insuficiencias no son nuevas ni más serias que las de otros momentos de la vida americana. Basta recordar el discurso inaugural de Lincoln sobre «los mejores ángeles de nuestra naturaleza», a pocas semanas del desencadenamiento de una horrorosa guerra civil de consecuencias que aún persisten en una sociedad lacerada por diferencias indelebles.

El ensayista Robert Brooks advertía ayer desde su columna en el New York Times que Estados Unidos comienza a internarse en un «periodo de aguas bravas… En los próximos años, una plaga de desorden descenderá sobre EE.UU., y tal vez sobre el mundo, sacudiendo todo. Si odias la polarización, espera a que experimentemos un desorden global».

El desafío no es nuevo. Lo que está en juego no es otra cosa que la República. Una construcción difícil y compleja que una y otra vez pone a prueba, como ya lo previó el genial Benjamin Franklin, nuestra capacidad de afirmarla y defenderla.

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