Ataque a un emblema de la democracia
El paso por la ciudad de Córdoba del presidente de la Nación, Javier Milei, para asistir al acto aniversario de la Fundación Mediterránea, dejó un discurso abrumador plagado de esas cifras incomprobables que acostumbra dispensar. Incluyó además una estudiada y gruesa provocación, celebrada con aplausos dignos de mejor causa: la alusión al expresidente Raúl Ricardo Alfonsín como un golpista. Milei le adjudicó hasta medidas económicas implementadas por Eduardo Duhalde en las particulares condiciones en las que había quedado el país tras el derrumbe de la convertibilidad, en 2001.
Las palabras del Presidente no hacen sino ratificar la estrategia de agravio permanente por parte de quien reivindica la gestión de Carlos Menem, un exmandatario –vale recordar– que debió refugiarse en el Congreso de la Nación para garantizarse inmunidad. A la vez, Menem se benefició de la morosa generosidad de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que lo salvó de terminar sus días como un reo ordinario.
Podría señalarse que los ataques a Alfonsín no resultan extraños en un personaje como Milei, que ha construido su carrera desde el agravio, el descomedimiento, las imputaciones gratuitas y una dosis notable de grosería. Pero ello implicaría minimizar el problema que muchos (como no pocos de quienes lo aplaudían) se niegan a ver.
No hay inocencia ni imprudencia en un discurso personal que ha elegido hace tiempo a los oponentes que quiere minar hundiéndolos en el descrédito. Esos oponentes son el periodismo, el Congreso y todo aquello que pueda implicar una clara contraposición a un proyecto en el que la necesidad del discurso único y disciplinador no admite alternativa alguna.
Atacar a Raúl Alfonsín se entiende, entonces, como una consecuencia lógica por parte de quienes descreen profundamente de toda cuestión institucional y ven en el cuidado de las formas una pérdida de tiempo. O, peor, una costumbre comunista.
El manual de todas las autocracias está plagado de ejemplos históricos sobre la elección del enemigo y la necesidad de desacreditarlo para que nadie luego se apiade de su suerte.
Para mayor escarnio, hubo hasta un legislador cordobés que se sumó a tan festiva grosería, como para ratificar que existen las cortes y también los cortesanos para disimular, en el marco de la confusión generalizada, que nos estamos jugando esa democracia por la que luchó Raul Alfonsín y que hoy ve menguada su intensidad ante un desinterés generalizado.
La conclusión es que siempre resulta posible empeorar lo ya conocido, justo cuando no pocos parecen haberse convencido de que las cosas están yendo mejor, mediante una lectura casi exclusivamente macroeconómica de la realidad argentina. Y para ello basta con instalar un relato que construya una verdad desde verdades a medio digerir, tal como otros lo hicieron antes.
Ya se sabe: lo que importa no es lo que está sucediendo, sino lo que se dice desde la tribuna y suele amplificar un auditorio predispuesto al aplauso fácil. Sin embargo, pretender dinamitar a un emblema de la democracia como Alfonsín sin dudas provocará más daños que beneficios en la sociedad argentina.
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