Instrucciones para ir a un funeral
En el ranking de frases que nunca hay que decir en un velorio, mi favorita es “es la ley de la vida”, seguida de cerca por “todos vamos a terminar ahí”. Y la que me dijo una vecina: “Si vas a vender la casa de tu mamá, me gustaría comprarla”. Señora, estoy enterrando a mi vieja.
¿Cómo te sentís? Mal, señor, ¿cómo quiere que me sienta? “Conozco cómo te sentís, sufrí mucho cuando se murió mi perro”. Aha, qué interesante.
“Se fue a un lugar mejor”. ¿Realmente es lo mejor que tenés para dar y decir?
“No te preocupes, el tiempo lo cura todo”. No, amigo, el tiempo hace indefectiblemente que nos muramos.
La comprensión llega tarde. Muy tarde. Mi abuela murió a los 90 años; mi padre lloraba bastante y yo no podía entender por qué, si había vivido mucho, se había ido apagando; su esposo –mi abuelo– había fallecido hacía un par de meses, era como un final esperado y esperable. Él me dijo: “Es que la quería un tiempo más conmigo”. Lo abracé, espero no haberle dicho alguna frase desgraciada, pero en mi interior no lo comprendí. Tu papá llorando y vos le tirás un “es la ley de la vida, viejo”.
Una señora me escribe un mensaje por WhatsApp sobre que siente mucho lo de mi mamá y que no va a poder ir al velorio porque tiene turno en la peluquería. La excusa le va a quedar tan mal como el nuevo peinado.
Hay que prohibir tres cosas en los velorios: las coronas, las tías y las invitaciones a juntarse.
Alguien sabe para qué sirven las coronas; no son lindas, no son baratas, no les mandaste flores cuando estaban vivos, pero son la alegría de las florerías cuando vos estás sufriendo un duelo. En mi velorio, no quiero coronas; si alguien las lleva, que sean bien heladas y con limón.
La familia se vuelve a juntar sólo para los velorios. Cuando eras joven y recién empezabas a ir a algún funeral, venían tus padres a presentar esa tía de ellos de 90 años que nunca viste, porque fue a verte cuando naciste y obviamente no la guardaste en la memoria. Ella dice “qué grande estás”, y pasaron 40 años de la última vez. Cuando eras niño, esa tía buscaba besarte y no sabías cómo esquivarlo.
Los familiares hace años se juntaban para casamientos, cumpleaños y navidades; ahora se juntan para los velorios. Entonces, antes de despedirse empiezan a saludarse diciendo: “Que la próxima vez nos juntemos a comer algo, en un momento más agradable”, hasta que otro velorio los vuelve a juntar.
El de la empresa fúnebre da indicaciones. Hace tres horas te avisaron que tu vieja se murió, y él exhibe un catálogo de ataúdes de distintos colores, modelos y precios. Hay con cuatro, seis y ocho manijas; y están hechos con maderas recicladas, para ambientalistas.
En el pueblo del lado, hay una fábrica de ataúdes que exporta. Entran 500 cajones en un camión. La página web de la empresa tiene una foto de todos los ataúdes, todos juntos. Un día vi ese camión repleto de cajones; no se me borra más esa imagen de mi mente.
Los familiares elegimos la ropa; la maquillan. Algunos piensan en a quién avisar. El pibe de la funeraria –que no consiguió vendernos un cajón más caro– organiza los horarios, consulta si vamos a pasar la noche en el velorio. En los pueblos aún se acostumbra eso.
Cuando falleció mi abuela favorita, me quedé la noche solo en la sala. Los últimos visitantes se fueron a las 2 de la madrugada, y los primeros llegaron casi a las 8. Cada tanto se escuchaba el ruido de un auto que pasaba y el de un ozonizador que lanzaba su olor cada 30 minutos. Un leve ruido que destruía la calma y mi paciencia. ¿Por qué había decidido tal desafío?
Yendo del velorio al sepelio
Empieza a llegar gente. Hay un momento de la vida en los que los meses se llenan de velorios. Ya es de día y el ataúd va camino a su último estacionamiento.
Caminan alrededor del ataúd, hay olor a flores secas, hay olor a muerte. Todos hablan en voz baja, se visten de colores oscuros. Alguien a lo lejos dice un chiste, alguno se ríe. La gente se abraza. Le dicen frases ilógicas a la familia de la muerta. Hay dos palomas que amenazan subirse al cajón.
Los empleados de la empresa fúnebre están trabajando. Hoy es Estela, mañana es Juan; dentro de un rato, es un niño; pasado, un abuelo. Cargan el cajón, dicen frases mientras organizan el evento. Ellos no lloran. Lloran los familiares. Algunos. Dejan el cajón sobre una estructura de metal, muy tecnológica, que luego descenderá hacia lo profundo del cementerio parque. Es parte del protocolo o del proceso. Parece una industria que busca ser más eficiente.
Los empleados avisan que faltan cinco minutos; los familiares tienen ese tiempo para rezar, pedir, llorar, agradecer, pero cuando pasen esos minutos, ese cuerpo sin vida descenderá para siempre, será cubierto por un cielo de tierra y la gente caminará por arriba. Tiran flores mientras el cajón cae. El cura no habla.
El pibe de la funeraria tiene corbata negra y turno de pádel a las 18. Si no baja rápido el cajón, no llega. Así que decide hacer trampa y apenas pasan tres minutos presiona el botón y el cuerpo sin vida comienza a bajar. Quienes lloran no se dan cuenta del tiempo que pasó y quienes no lloran prefieren que todo termine rápido.
Los hijos lloran. El esposo la espera desde hace unos años. Hay amigas que se abrazan. Una de las palomas sigue amenazando. Algunos comienzan a irse, dan pasos breves para no hacer ruido. Otros espantan a la paloma.
Daniel Salzano había escrito instrucciones para su velorio. Quería que sus hijos llevaran sacos colorados y trompetas, y tocaran Rosa Madreselva.
Mi vieja no dejó instrucciones, pero sé que hubiera dicho que cantara Valeria Lynch o Jorge Rojas.
Cuando el cajón comienza a bajar, pongo música, la preferida de mi madre. Mi hermano me mira, con gesto de aceptación. Él odia esa música, pero esta vez lo hace llorar una canción de Jorge Rojas. Probablemente cada vez que la escuchemos de ahora en más nos haga llorar. Caen el cajón y las lágrimas.
Salzano también nos advertía: “Lleven las bufandas; en los cementerios se muere de amor y frío”.
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