La sociedad defiende la universidad pública
La manifestación nacional del miércoles pasado en defensa de la universidad pública volvió a contar con un significativo acompañamiento social en todo el país, como había ocurrido a fines de abril.
Entonces, advertimos cuán difícil resulta gobernar contra una sociedad dispuesta a tomar las calles para expresar su disidencia con una medida de gobierno. En aquella ocasión, como ahora, el Gobierno nacional intentó desacreditar la protesta tildándola de “política”, lo que resulta inadmisible, tanto en abril como en octubre.
Si desde el Poder Ejecutivo se define un recorte de gastos en un área determinada del Estado y la sociedad entiende que debe manifestar su oposición a ese recorte, ¿por qué la decisión oficial no sería “política” pero sí lo sería la protesta que se le opone?
En esta ocasión, el discurso oficialista fue más allá: evaluó la manifestación como una “coalición objetiva” de la oposición –una coalición inexistente, en la que se habrían unido Cristina Fernández, Sergio Massa, Martín Lousteau, Horacio Rodríguez Larreta y Elisa Carrió– con el único fin de “obstruir la consolidación del plan económico”.
La realidad es mucho más sencilla, aunque el Gobierno se niegue a admitirlo. El aludido plan económico no es más que un par de medidas a las que el oficialismo defiende de mala manera. Lo principal es la noción del superávit fiscal, que habría que preservar a cualquier precio.
En esa defensa ciega, radica el problema. En la campaña presidencial, Milei advirtió que sería capaz de gobernar mediante plebiscitos si el Congreso no votaba las leyes que él considerara necesarias. Supongamos que se hiciera un plebiscito en el que debiéramos elegir entre superávit y déficit. Hoy, sin dudas, ganaría el superávit. Pero de ello no se podría deducir que la mayoría de la sociedad avala cualquier modo de alcanzarlo.
Hay dos factores centrales en la movilidad social ascendente: el trabajo y la educación. Los dos por igual son valorados por la sociedad argentina, que sabe por experiencia propia o de sus antepasados lo que han implicado para sus propias familias.
En el imaginario social, muchas familias encontraron que, ante la decadencia de la escuela pública, podían contar con la educación privada. O de gestión privada. Quizá en la práctica no haya mucha diferencia entre una y otra, pero la distinción se impuso.
Eso no ha ocurrido con la universidad pública, que sigue siendo altamente valorada, incluso por la calidad de sus escuelas secundarias. Además, no se la valora sólo por las carreras, sino también por lo que produce en términos de investigación científica y de extensión social.
Sin dudas, la universidad requiere ciertas adecuaciones a los tiempos que vivimos y a los requerimientos de transparencia que deben regir a todas las instituciones públicas. Pero la demora en esos cambios no puede transformarse en un argumento para desacreditarla y recortarle el presupuesto.
El Gobierno comete un grave error al menospreciar una manifestación pública como la que acabamos de vivir por segunda vez en menos de seis meses. De los problemas que se derivan de esas injustificadas desvalorizaciones, también tenemos mucha experiencia.
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