Ignorancia y estupidez, ¿también en ciencias?
La Real Academia de la Lengua define la estupidez como la torpeza en comprender cosas; y la ignorancia, como falta de conocimiento sobre una materia. Ambas pueden coexistir como causa y efecto, sin duda desde antes de que Isaac Newton hablara de acción y reacción.
En enero de 1980, Isaac Asimov ‒científico y autor de excelente ciencia-ficción‒ tituló “Un culto a la ignorancia” su columna semanal en Newsweek, en una lección de pensamiento crítico y punzantes referencias, como “…el antiintelectualismo alimenta la falsa noción de que democracia significa: mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento”.
A más de 40 años, el eslogan “no confíes en los expertos” sigue apoyado por mentalidades anticientíficas. Sobre todo, en tiempos de crisis, pandemias o guerras, tiempos de desinformación promovida por polarización extrema, amparada en la seudopolítica de medios hegemónicos planetarios.
En diferentes épocas, lo antiintelectual jugó un papel definido sobre la opinión pública. A veces, clasificando a sus seguidores como religiosos o campesinos de bajo nivel educativo y económico. Como casi todas las clasificaciones, esta también puede ser falsa o, al menos, incompleta, ya que no considera la “culpa” que correspondería a los científicos, influyente elite intelectual que no siempre se hace escuchar (o comprender) por el resto del mundo, ni parece tener interés en hacerlo.
La Teoría de la Estupidez
En su Teoría de la Estupidez, el luterano Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) ‒ahorcado por el nazismo en un campo de concentración‒ recordó que la pasividad y el escaso juicio de los ignorantes abren la puerta a la maldad, cualidad humana que cierra un atroz círculo vicioso.
La estupidez no es sólo limitación del potencial cognitivo; es estúpido quien no cuestiona lo que lee o escucha, quien obedece sin pensar o no piensa en alternativas. La estupidez cree en ideas absurdas, conspiraciones ridículas y proclamas peligrosas, y se propaga en silencio sin responder a razones.
Como resaltó Bonhoeffer, “contra la estupidez no hay defensa, no valen protestas ni fuerzas, tampoco sirve razonar; los hechos que contradicen prejuicios no son creídos sino contrarrestados con críticas o desechados por triviales”. Y así, las mentes sin criterio, sin lógica, sin capacidad reflexiva ni pensamiento crítico, no sólo son tan peligrosas como las mentes malignas, sino que se transforman en un instrumento de la maldad.
La maldad necesita de la estupidez para triunfar. Aquí es donde aparece la figura del “chanta”, americanismo que describe a la persona que engaña para obtener provecho, fingiendo cualidades que no tiene. Y el chanta se transforma en líder de estúpidos, que le dan poder, y entre ambos permiten que el mal entre por la puerta grande.
En suma, la estupidez y la ignorancia son los mejores instrumentos para que los malvados escalen posiciones y alcancen el poder. No hay mayor peligro que no razonar ni aplicar el pensamiento crítico a los eventos y a las experiencias cotidianos. Y el rol esclarecedor esencial debe ser cumplido por la ciencia, los científicos y sus instituciones.
La actualidad
Hoy, la información global instantánea no da tiempo para dudar ni analizar, y es más fácil aceptar, obedecer o imitar que cuestionar. Se asumen opiniones como verdades en forma automática y sin crítica, se tolera lo irreflexivo y simplista. Y de pronto, una noticia falsa se viraliza, ideas sin lógica ni base científica son aceptadas y se expanden sin control.
Datos escalofriantes están al alcance de todos, pero se desechan por ser “complicados y mala onda”. Así, a nivel planetario, es conocido que, desde 2020, cinco mil millones de personas son más pobres, más de 820 millones pasan hambre (uno cada 10 habitantes, en su mayoría mujeres y niñas), con 10 millones de muertos por hambre cada año.
Sólo en Latinoamérica y el Caribe, más de 60 millones permanecen hambreados (30% más que en 2019 y el mayor nivel en 20 años).
Actualmente, más de 40 millones de personas en el planeta son víctimas de “esclavitud moderna” y más de 150 millones de niños y de niñas están sometidos a trabajo infantil. Al mismo tiempo, desde 2020, el 1% más rico del planeta duplicó su riqueza al ritmo de U$S 2.700 millones al día. Y pronto el mundo podrá parir su primer trillonario.
Mucho se podría agregar con cifras relacionadas con inmigrantes forzados, cambio climático, guerras, genocidios y un largo etcétera. Y a nivel local, lo más sensible de la sociedad: obreros, estudiantes, docentes, enfermos, jubilados, colectivos varios y casi toda la sociedad por debajo del 10% “más pudiente”, dominados por la ecuación: estupidez + ignorancia + engaño = maldad superlativa.
En tiempos de crisis, luchar contra la ignorancia y la estupidez es una obligación moral, sobre todo para científicos y académicos. Pero si estos no abandonan la vetusta torre de marfil y bajan al pueblo, se conectan con la sociedad, respiran las realidades y, sobre todo, escuchan además de hablar, el culto a la ignorancia no tendrá límites previsibles, mucho menos eludibles.
Cuando en la Grecia antigua un ciudadano no tenía interés por la cosa pública ni el bien común, y se ocupaba sólo de lo propio y privado, se lo llamaba “idiota”. Si se analiza la actualidad mundial y nacional, esta calificación dejó de ser un insulto para convertirse en la descripción de gran parte de la humanidad.
* Profesor emérito (UNC); investigador principal (Conicet) jubilado; comunicador científico (UNC)
** Profesor emérito, David Geffen School of Medicine (UCLA), California, EE.UU.
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