Los otros niños
Pasa cada agosto. Los padres buscan desesperados aparatos de última generación para festejar un niño imaginario que, poco a poco, se va pareciendo más a un adulto que a un niño. Ya nadie habla de juguetes ni de juegos, ni de patear la pelota ni de vestir a su muñeca.
Los chicos de hoy nacieron en esta vida digital, y los padres, cansados, les pasan el celular como el chupete del siglo 21. Pero hay otros padres y otros niños. En estos días una audiencia mundial mira los Paralímpicos de París, lo que nos recuerda que los Juegos no terminaron todavía. Que están esos otros chicos, esos otros atletas con vidas, sacrificios y retos iguales de altos que los de los atletas que arrasaron con medallas doradas y de otros brillos.
Ellos no lloran ni patalean porque no les dan la tablet ni la computadora. Ellos siguen jugando los juegos de la niñez y conservan un espíritu lúdico que los demás abandonaron hace rato. A veces hasta se aburren de seguir la misma vida, aunque su reloj biológico marque otras décadas.
Incluir a todos
Esos otros niños son bendiciones o problemas, dependiendo del espíritu de sus padres o de los ángeles o demonios que los acompañan. Porque Dios permite las pruebas y al mismo tiempo nos da la fuerza para tolerarlas. Sin embargo, algunos rechazan esa ayuda divina y alguna que otra ayuda humana; y se enojan y patean la vida e intentan negociar con Dios –nunca una buena idea– para alcanzar soluciones mágicas. No las hay.
Esos otros padres también deberían comprarles a esos otros niños los mismos aparatos que a sus hermanos; deberían sacarlos a las fiestas, a las reuniones familiares, a los conciertos y los eventos a los cuales llevan a los hermanos que no tienen ningún problema. O, por lo menos, que no se les nota físicamente. Porque problemas tenemos todos. Aun esos padres y esos niños que para el mundo son normales.
Pero ¿a qué llamamos normal hoy en día? ¿Acaso el mundo no está levantando la voz para incluir a todos? Ah, porque incluir a todos en la infancia es fácil, pasa. Pero a medida que crecen, esos otros niños son rezagados a quedarse en casa, a no salir porque es complicado moverse, a sacarlos cuando no hay nadie que vea. Y así todos se acostumbran a no ver al otro hermanito, ese que ¿ya debe tener 20 o 30 años, quizá?
Y peor les va a las chicas, como siempre. Porque una cosa es ser diferente siendo varón y otra muy distinta es ser una nena. Porque los peligros, y por ende la protección, son mayores. Y se olvidan de estimular la autonomía, la educación y el trabajo, porque históricamente se les dijo que no podían.
Ejemplos
Deberíamos mirar atentamente en este mundo globalizado al Reino Unido, que tiene una legislación que asegura los derechos y los programas de quienes necesitan ayuda especial hasta los 25 años, mucho más tarde que la mayoría de los países cuya preocupación parece estancarse en el final de la secundaria, coincidente con los 17 o 18 años. Y el después es cosa de los padres.
Celebro a aquellos padres que muestran a todos sus hijos, que hablan de todos sus hijos y no de los problemas de sus hijos e hijas discapacitados, que no proclaman y declaman los costos que ellos ocasionan, como si los otros hijos llevaran una vida libre de gastos.
Aplaudo a los que con valentía le muestran a la sociedad –esa masa que decide y define lo que es normal– que sus hijos tienen tantos derechos como cualquiera. Que pueden aprender, que pueden practicar deportes; más lento, tal vez; de otra manera, quizá, pero aprender y destacarse exactamente de la misma manera que sus hermanos.
A quienes tengan dudas, los invito a mirar por un momento los Juegos Paralímpicos de París. Imaginen que por cada participante hay una historia de una familia a la que médicos, docentes y entrenadores les dijeron: este chico, o esta chica, no va a poder. Y tanto padres como los mismos chicos los ignoraron y ¡pudieron! Porque a veces los desafíos son más dulces cuanta menor es la expectativa que los demás tengan de nosotros.
Admiro a esos padres que planifican la vida “después” para esos jóvenes, que involucran a hermanos generosos, a esposos comprensivos, a sobrinos, primos, tíos y abuelos involucrados en la vida de esos otros niños. Porque, al final, todos somos parte de una misma familia. Y porque uno nunca sabe qué sería de nuestras vidas normales si nos pasara a nosotros.
* Licenciada en Sociología
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