Sobreviviendo a Ruanda: Dios, memoria y reconciliación en el 30 aniversario del genocidio
Hace 30 años, mientras huía de los machetes que mataron a su padre, a sus hermanos y a otras 800.000 personas durante el genocidio de Ruanda, Pascal Kanyemera hizo un trato con Dios.
“Por favor déjame vivir una semana más y te daré 100 francos”.
Pasados los días, el chico de 16 años rezó una vez más. Y luego otra. Y otra, hasta que los asesinatos pararon en julio de 1994.
«Para cuando el genocidio terminó, ya le debía 400 francos», cuenta Kanyemera desde Canadá, donde vive y preside la Asociación Humura, que apoya a otros sobrevivientes como él. «Eso te demuestra cómo siempre he puesto mi vida y mi supervivencia en manos de Dios».
Su abuela, sus tíos y sus primos también fueron parte de los Tutsi masacrados por los Hutu en un lapso menor a 100 días. El genocidio inició el 6 de abril, cuando el avión que transportaba al presidente Juvénal Habyarimana —miembro de la mayoría Hutu— fue derribado en Kigali, la capital de Ruanda. Los Tutsi fueron señalados como responsables y, en consecuencia, los Hutu extremistas comenzaron a asesinarlos con respaldo del ejército y la policía.
Kanyemera estaba lejos de su casa cuando su familia fue masacrada el 9 de abril. Junto con otros 62 compañeros Tutsi, logró esconderse en su escuela hasta finales de mayo, cuando huyó hacia un campo de refugiados en el que se encontró con su madre y sus hermanas.
Muchos otros Tutsi no lograron esconderse. Vieron morir a los suyos y sólo un puñado sobrevivió para contarlo.
En su libro «Elegida para morir: destinada a vivir», Frida Umuhoza describe cómo su madre fue decapitada frente a sus ojos. Cuenta que vio a su abuelo —con Biblia en mano— rogar a sus asesinos que le permitieran rezar una última vez. Narra cómo se estremeció cuando los Hutu la obligaron a elegir el arma con la que la asesinarían.
“Por favor, no me maten con ninguna otra cosa”, rogó Umuhoza, que entonces tenía 14 años y escogió un garrote.
Lo siguiente fue un golpe seco en la nuca y, luego, la inconsciencia. Cuando despertó —el cuerpo cubierto de tierra en la misma fosa en la que su familia había sido enterrada—, se quedó inmóvil por horas, hasta que uno de sus vecinos Hutu se apiadó de ella y la desenterró.
“Algunas veces, cuando la gente escucha lo que nos pasó, no nos cree”, dice Kanyemera. “Hubo hombres que mataron a sus hijos. A sus propios hijos. Por odio”.
Sanar toma tiempo, dice, pero muchos han sobrellevado ese proceso con ayuda de su fe.
Umuhoza detalla en su libró cómo fue que convertirse al Cristianismo le permitió perdonar a los asesinos de su familia. Otros sobrevivientes, como Immaculée Ilibagiza, que permaneció 91 días escondida en el diminuto baño de la casa de un pastor, ha contado ante organismos internacionales que rezar el rosario le permitió desprenderse del dolor y el enojo que sentía.
Kanyemera, por su parte, siempre ha atribuido su supervivencia a Dios.
Los Hutu patrullaron su escuela para cazar a los Tutsi que vivían en los alrededores, pero a él nunca lo encontraron. Y aunque las milicias planeaban exterminar a los sobrevivientes en el campo de refugiados al que se dirigía, las tropas francesas tomaron el control justo antes de que él llegara y se salvó.
Por muy doloroso que sea, decenas de sobrevivientes siguen comprometidos con la memoria. Visitan escuelas para contar su historia a las nuevas generaciones. Escriben libros. Hablan con la prensa y año con año reabren sus heridas con la esperanza de que no vuelva a cometerse un genocidio.
“Alguien dijo alguna vez que quien olvida el pasado está condenado a repetirlo”, dice Tarcisse Ruhamyandekwe, quien perdió a un hermano, tías y tíos en 1994. “Nuestra gente fue asesinada en circunstancias inusuales, así que recordar es un modo de devolverles la dignidad que perdieron”.
Las masacres que perpetraron los Hutu fueron brutales. Muchos de los asesinatos eran precedidos por golpizas, torturas y mutilaciones. Las milicias cantaban «¡Mátenlos a todos!» antes de llegar a los hogares de las familias que aniquilarían. Las estimaciones dicen que hasta 250.000 mujeres fueron violadas, muchas de las cuales necesitaron cirugías reconstructivas y tratamiento contra VIH/SIDA.
“Ruanda estaba llena de cadáveres”, dice Ruhamyandekwe, quien también vive en Canadá. “Imagina que vuelves a tu casa como sobreviviente y lo único que encuentras son los cuerpos de tus hermanos y hermanas”.
Él, como Kanyemera, se mudó lejos de Ruanda para sentirse a salvo. Su primera parada fue Congo, a donde sus padres lo enviaron a estudiar en 1985 temiendo que la violencia que ya existía contra los Tutsi escalara.
Sobrevivientes como ellos han enfatizado que el genocidio no se dio de la noche a la mañana. El odio entre las tribus — Hutu, Tutsi y Twa — tenía décadas de haberse gestado.
“Recuerdo que cuando tenía unos siete u ocho años veía que los militares se llevaban a mi papá a la cárcel”, cuenta Ruhamyandekwe. “Y recuerdo que pensaba que tenía mucha suerte porque siempre regresaba a casa, mientras que otras personas eran asesinadas en prisión”.
La discriminación, dice, se infringía sobre los Tutsi desde niños. Dado que las escuelas exigían mantener estrictos controles sobre el alumnado, era común que los maestros entraran a las aulas y gritaran: “Todos los Tutsi, ¡levántense!”.
“Siempre llevábamos nuestra identificación para mostrar nuestra raza y no había manera de escapar”, dice Ruhamyandekwe. “Por eso durante el genocidio fue muy fácil pedir la identificación y asesinar a los Tutsi”.
Su padre no fue víctima de los Hutu, pero cuando murió en los años 90 —probablemente de un ataque al corazón— no pudo enterrarlo. “Tomar ese riesgo, volver a Ruanda, probablemente me habría costado la vida”.
Hoy no posee ninguna foto u objeto de su infancia, pero los recuerdos de su tierra nunca lo abandonan. De hecho, hace unos años, viajó con sus hijos a su país para mostrarles dónde nació.
El sitio que ocupó el hogar que compartió con sus padres ya es terreno raso, pero sobre el suelo aún se observan las marcas que ocuparon las paredes. Y ahí, con las manos en el aire, Ruhamyandekwe dibujó la casa de su infancia para que sus hijos la imaginaran.
“Les mostré dónde estaba mi cuarto y los de mis hermanos”, dice. “Les dije: ésta es la casa en la que crecí, pero ya no queda nada”.
Compartir sus sentimientos —sanar— no ha sido fácil. Los ruandeses, asegura, no están acostumbrados a mostrar sus emociones. Llorar o confiar en alguien se desaconseja desde la niñez, pero escribir le ha servido como terapia y su espiritualidad le ha dado fuerza.
“En mi libro escribo sobre lo que llamo ’la mano invisible de Dios'», dice. «Algunas personas dirán que fue suerte, pero yo pienso que Dios fue quien me guio a través de todo lo que viví”.
La reconciliación también toma tiempo, pero ya llegará. Es cuestión de seguir manteniendo viva la memoria, dice. De seguir narrando sus historias para que el recuerdo de sus familiares jamás desaparezca.
“Alguien dijo alguna vez que hay algo más poderoso que la muerte: la presencia de los muertos en la memoria de los vivos”.
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La cobertura de noticias religiosas de The Associated Press recibe apoyo a través de una colaboración con The Conversation US, con fondos del Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de todo el contenido.
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