Los riesgos de la transformación
Las medidas implementadas por el Gobierno en su primer semestre están significando una sustancial transformación de la economía argentina. El punto de partida era una economía con desequilibrios muy graves y escasas herramientas para corregirlos. Una brecha cambiaria superior al 150% tanto por un dólar financiero de “pánico” como por un tipo de cambio oficial muy apreciado. Un Banco Central de la República Argentina (BCRA) literalmente quebrado con reservas netas negativas, producto de la venta sistemática de divisas y bonos en el mercado para tratar de sostener el tipo de cambio, sumado a una deuda demasiado significativa con los importadores. Una inflación al alza, combinada con un desequilibrio importante en ciertos precios, utilizados para tratar de contenerla. Un déficit fiscal elevado financiado en buena parte a través de emisión de dinero que obligaba al BCRA a tener que quitarlo de circulación, a costa de un incremento significativo de su deuda con los bancos, conocido como pasivos remunerados.
El programa económico al que se decidió apelar es conocido; un drástico aumento del tipo de cambio oficial, combinado con un incremento del impuesto Pais para las importaciones y un aumento de las retenciones a las exportaciones, para acumular reservas y mejorar los ingresos fiscales. Se mantuvieron importantes restricciones para el acceso a los dólares para pagos al exterior y también el dólar blend, para que los exportadores puedan liquidar parcialmente sus divisas en el mercado financiero. El endeudamiento del BCRA se atacó con una fuerte reducción de la tasa de política monetaria, que permitió la licuación frente a la inflación.
El equilibrio de las cuentas públicas, inicialmente, se proyectó a través de un incremento de la recaudación combinado con un sustancial recorte del gasto. Los vaivenes de la llamada Ley Bases llevaron a que se ajustara todavía más el gasto público para compensar la falta de ingresos.
En cuanto a la inflación se apeló a utilizar el tipo de cambio como ancla nominal, que luego de una devaluación inicial muy importante se fijó en una tasa fija mensual menor al nivel de inflación.
Inicialmente, se alcanzó la mejora de ciertas variables, entre las que podemos destacar: una vigorosa recuperación de las reservas internacionales, la disminución de la brecha entre el tipo de cambio oficial y las diferentes cotizaciones financieras, a pesar de que se mantuvieron todas las regulaciones cambiarias del período anterior y, luego de una significativa expansión inicial, la rápida reducción de la tasa de inflación.
Otro punto importante fue la reducción de las tasas de interés, que permitió una marcada disminución de la liquidez. Se logró atacar uno de los principales problemas, sin tener que apelar medidas extremas como las que se analizaban en los momentos previos como podría haber sido la reestructuración de los depósitos del público y, aun así, la medida no impactó en la brecha cambiaria.
Dudas sobre lo que viene
Pero existen cada vez más dudas respecto de cómo va a continuar el rumbo del programa económico en los próximos meses. Las cotizaciones financieras del dólar comenzaron a crecer en las últimas semanas, aumentando la brecha cambiaria dado el mantenimiento de la tasa de devaluación en el mercado oficial y la reducción de las tasas de interés parece haber encontrado un límite.
Además, la mayoría de los resultados que podríamos considerar positivos están vinculados con las regulaciones cambiarias; su paulatina eliminación es el requisito necesario para que ingresen más divisas, ya sea mediante inversiones extranjeras o nuevo endeudamiento. No podemos dejar de lado que a partir del año próximo se enfrentarán importantes vencimientos de la deuda en moneda extranjera. También el freno a la inflación parece haber encontrado un techo, más aún cuando todavía no se ha completado el proceso de normalización de precios relativos.
Claro que, la combinación de una devaluación tan drástica, sumada a la reducción del gasto público y la licuación de los ahorros privados, provocó una caída fuertísima de la actividad y los ingresos de la población. Esto no sólo generó una fuerte recesión, sino que la distribución de esas pérdidas fue sumamente inequitativa.
La utilización del ancla cambiaria para controlar la inflación incuba presiones que pueden derivar en futuros saltos del dólar, algo que puede derrumbar los costosos logros en materia de estabilización. Entonces aparece otro recurso para reemplazarlo, el ancla laboral, para evitar que los aumentos de sueldo se transformen en motor inflacionario; la clave es que los salarios se actualicen en línea o por debajo de las proyecciones de inflación, aun cuando ello implique un deterioro de su poder de compra durante la transición. Y el desempleo opera como disciplinador a estos efectos.
La combinación de estos aspectos comienza a evidenciarse en los indicadores. La semana pasada se conoció que el PIB sufrió una fuerte caída de 5,1% respecto a igual trimestre del año anterior, explicado por el descenso del 6,7% en el consumo, 23% en la inversión privada y 5% en el gasto público. El único rubro que evidenció una mejora, por el lado de la demanda, fue exportaciones (26%), con la salvedad que la base de comparación estuvo influenciada por la severa sequía del año pasado.
En el análisis sectorial del desempeño de la actividad, los sectores más afectados fueron la construcción (frenada por la falta de obra pública), la industria y el comercio dada la sustancial caída del consumo causada por la aceleración inflacionaria y la pérdida de los ingresos reales de la población. Solamente tuvieron desempeño positivo las actividades agropecuarias y mineras.
Hasta cuándo en el piso
La incertidumbre radica ahora en si la actividad llegó a su piso y a partir de acá podemos encontrar un crecimiento leve pero sostenido o, por el contrario, nos enfrentamos a un fenómeno recesivo por largo tiempo. Lo que parece plenamente descartado es la posibilidad de una recuperación rápida.
La consecuencia lógica de la caída productiva fue la pérdida de puestos de trabajo, un importante aumento en el desempleo para el primer trimestre, respecto a un año atrás (7,7% versus 6,9%) que revierte la tendencia observada desde la salida de la pandemia.
Este desmejoramiento del empleo, agregado a un fenómeno que viene produciéndose desde hacer varios años, la caída de los salarios reales, explica el incremento significativo en las categorías de ocupados y subocupados demandantes, lo que refleja la necesidad de trabajar más horas para compensar tal pérdida.
Por último, y también vinculado con lo anterior, se conocieron los datos de distribución del ingreso que muestran una fuerte desmejora llegando al peor nivel en 16 años. Todos los estratos de ingresos perdieron muchísimo frente a la inflación (24% promedio), pero la pérdida fue más profunda entre los más pobres (33,5%), explicando así el aumento de la pobreza y la indigencia, indicadores que probablemente para el segundo trimestre sean aún peores.
Estos primeros impactos en la caída del nivel de actividad, la pérdida en el poder adquisitivo de la mayoría de la población, un menor nivel de empleo y el agravamiento de la pobreza e indigencia que, si bien han posibilitado la mejora de los indicadores monetarios dada una situación previa por demás complicada, generan muchas dudas respecto a las posibilidades de éxito de la política económica.
Aun así, podemos prever que, de lograrse, supondrá un cambio muy importante en las condiciones económicas y sociales que trascenderá la coyuntura. El mejor desempeño de los indicadores macroeconómicos se logrará a costa de la primarización de la economía, la pérdida de representación de la industria local, principalmente la que se desarrolla en empresas medianas y pequeñas, definiendo una nueva inserción internacional del país y una estructura productiva muy diferente de la que conocimos. Se corre el riesgo de consolidar una organización social similar a otros países latinoamericanos, perdiendo las características que diferenciaron a nuestro país en el contexto regional.
(*) Economista.
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