Argentina, en su círculo vicioso: pretorianismo y mesianismo
A fines de la década de 1960, Samuel Phillips Huntington definió como “sociedad pretoriana” a aquella cuyo nivel de movilización es superior a su desarrollo institucional. Esta situación implica sistemas políticos que carecen de instituciones comúnmente aceptadas para mediar en los conflictos. Según las propias palabras del politólogo norteamericano, en ese escenario las cosas terminan del siguiente modo: “Los ricos sobornan, los estudiantes arman disturbios, los obreros van a la huelga, las masas se manifiestan y los militares hacen golpes”.
Nótese que en el contexto histórico en el que Huntington formuló su análisis, se destacaba un clásico del pretorianismo latinoamericano: el fenómeno de los uniformados apropiándose de las riendas del Estado. Salvado hoy ese detalle, en resumidas cuentas, cuando las instituciones no pueden procesar de modo adecuado la acción social, los conflictos desbordan y la calle es el escenario predilecto donde se dirimen las diferencias, todo el tiempo.
Andrés Malamud retoma a Huntington al señalar que los partidos políticos, el Poder Legislativo y el Poder Judicial, por obra de su debilidad, promueven lo que el politólogo argentino denomina “acción directa no institucionalizada”: la falta de capacidad para resolver los desacuerdos mediante procedimientos políticos eficaces induce a que cada actor reivindique sus intereses con los medios de los que dispone.
Con el sutil tono irónico que lo caracteriza, Malamud opina que, en vez de sociedad pretoriana, Huntington podría haber elegido la denominación “sociedad argentina” y todos hubieran entendido perfectamente a qué se refería.
Toda vez que los sindicatos bloquean fábricas, los estudiantes toman escuelas y cualquiera decide hacer un piquete y cortar una ruta, Argentina recuerda a Huntington. Ni hablar de expresiones superlativas del pretorianismo argentino contemporáneo, como aquella apocalíptica jornada de diciembre de 2017, con 14 toneladas de piedras surcando el cielo porteño rumbo al edificio del Congreso Nacional durante el tratamiento de la ley de movilidad jubilatoria, una “gesta” que se replicó hace pocos días con la descomunal hecatombe producida mientras se debatía la famosa Ley Bases.
Lo inquietante es que, cuando se extiende en el tiempo, el comportamiento pretoriano del que habla Huntington se vuelve un rasgo cultural que no resulta fácil de modificar. Desde 2001, el año de la recordada consigna “¡que se vayan todos!”, se planteó el crucial dilema de gobernar una sociedad que un día rechaza con violencia a la clase política y al día siguiente vuelve a caer de modo inexorable en los brazos de sus exponentes más conspicuos.
Néstor Kirchner resolvió ese dilema en 2003 a partir del superávit fiscal que le permitió fortalecer el Estado, pero también al inaugurar el hábito de renunciar a la represión para no irritar a la sociedad. De ahí en más, surgió el nuevo dilema que no han podido resolver hasta aquí los gobiernos más aferrados al orden, que en 2015 y en 2023 rompieron la racha kirchnerista: cómo hacer para aplicar el weberiano principio estatal de monopolio legítimo de la violencia sin recibir a cambio los insoportables motes de “dictadura genocida” o “derecha represora”.
Terminator
El infortunio económico y el desparpajo de las elites políticas reinstalaron en la sociedad la baja estima hacia la dirigencia y los partidos políticos tradicionales, pero esta vez la solución al malestar social no fue la vieja demanda furiosa de que se vayan todos. La repentina aparición en la escena mediática de un locuaz personaje dedicado a despotricar contra “la casta” actuó como factor catalizador de la bronca.
Javier Milei, el personaje en cuestión, carga sobre sus espaldas la delicada misión de no defraudar a millones de argentinos que, con una mezcla de fuerte fastidio, desesperación, ilusión y desmedida credulidad, decidieron apostar al todo o nada por un nuevo líder de retórica novedosa e iracunda y orígenes sumergidos en la opacidad.
Para muchos, la opción elegida parece representar la última ficha apostada por la democracia, en un escenario dantesco donde todos los políticos se ven iguales menos Milei, convertido en la gran solución para sacarse de encima a peronistas engolosinados con el poder y opositores desorientados e instalados en su propia dimensión, desconocida por el común de los ciudadanos.
El sentimiento mayoritario de hastío con todo lo conocido hasta aquí y el temor a un regreso del kirchnerismo al poder, dada la evidente incapacidad de opciones centristas para sacar a la sociedad de los extremos, ha provocado algo impensado durante gobiernos no peronistas como los de Raúl Alfonsín, Fernando de la Rúa o Mauricio Macri; esto es, que una porción para nada despreciable de argentinos argumente a favor de un ajuste brutal de la economía.
Si a Milei los números comienzan a sonreírle en la medida de lo esperado, la sociedad podría transferirle en el futuro más poder, hasta que el Presidente cumpla su sueño más preciado: ascender al monte Sinaí para ofrendar sus logros a Moisés.
Si alguien esperaba encontrarse con un liberal republicano apegado a modos democráticos, aunque con un poco más de firmeza, a estas alturas está claro que se equivocó. Milei parece ser la reencarnación de Terminator; sólo habrá que esperar que no tenga el mismo final.
* Periodista y politólogo
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