La ceguera luminosa: las trágicas historias de Delmira Agustini y de Alfonsina Storni
Y hablando de poesía, recordé una frase encantadora: dice que los poetas viven en una ceguera luminosa. Es posible que sea cierto, pues no siempre su genio les ha deparado felicidad y más de una vez se encontraron con algún tipo de marginación, como sucedió con dos mujeres que nacieron en los últimos años del siglo XIX, que fueron amigas, tuvieron que luchar contra prejuicios y habladurías, y terminaron suicidándose, aunque una pasa por haber sido asesinada. Ellas son Delmira Agustini y Alfonsina Storni..
Delmira nació en Uruguay en 1886 y Alfonsina en Suiza, en 1892, aunque fue traída a la Argentina cuando era muy niña. A Delmira la mató, en 1914, un esposo violento del cual ella estaba peligrosamente enamorada; Alfonsina puso fin a su vida en 1938, adentrándose en el mar.
Sus infancias fueron muy diferentes: el padre de Alfonsina, era alcohólico y ella debió trabajar desde muy niña; Delmira, nacida en una clase media alta, fue cuidada y protegida casi toda su vida. Ambas, desde muy chicas, mostraron el genio que las haría famosas.
Una de ellas era de una belleza angelical, pero dueña de una sensualidad que no temía exhibir; la otra, tosca de cuerpo, fea de rostro, igualmente apasionada, era más pudorosa. En un tiempo en que las mujeres escribían cuidadosas cartas donde se decía todo sin decir nada, ellas sinceraron sus pasiones con las más bellas frases de nuestro idioma.
Tuvieron amores turbulentos, pero no fueron felices ni lograron ser amadas como su corazón anhelaba.
Delmira, que cumplía con el ideal de la época –físicamente hermosa, puerilmente aniñada– sufrió varios rechazos porque los hombres temían la audacia erótica de sus poemas.
A pesar de esto, su familia, ciega al escándalo que sus escritos despertaban en la burguesía rioplatense, la sobreprotegía. De niña fue educada con cierto rigor, pero le permitieron desarrollar su intelecto; tuvo gobernantas, estudió francés, música y pintura, y al crecer, vivió ciertos episodios que se silenciaron.
Uno de estos fue su matrimonio con Job Reyes, un comerciante al que algunos consideraban un hombre serio y responsable; y otros, un patán con mayúscula: no le gustaba leer, hacía gala de esto y decía que los poemas de Delmira eran enfermizos.
Por esos misterios femeninos, ella insistió en casarse. Él la llevó a vivir a una hermosa propiedad, separándola de sus padres, y a pesar de su riqueza, se negó a ponerle criadas, y la obligaba a lavar la ropa, cocinar, encender el fuego y hacer la limpieza del caserón.
Cuando él llegaba, debía atenderlo en silencio y ella tenía que escribir a escondidas, pero lo que la hizo huir a casa de sus padres con apenas lo puesto fue que él, encantado con la estatua de un tirolés tamaño natural, con su traje típico, la ubicó en su sala y se negó a sacarla de allí.
El tiempo que les llevó separarse fue más largo que el que pasaron juntos, pero comenzaron a verse a escondidas en hoteles de citas y en cuartos de alquiler.
El día que salió el divorcio, ella fue a encontrarse con él. Después de hacer el amor, Job le pidió que regresara con él; ella se negó y, en camisón, casi desnuda, se puso a escribir el último poema de su vida. Él disparó sobre ella y luego se suicidó.
Como era una celebrada belleza de la sociedad –con un algo escandaloso–, la prensa se abalanzó sobre el lugar del hecho. La policía prohibió que se tomaran fotos, pero los periodistas levantaron esbozos sobre el cuarto, con la heroína vestida desordenadamente y la cabellera –¡tan alabada!– derramada desde la cama al piso sobre un charco de sangre.
Sin embargo, ella nos dejó un último verso:
“¡Y no siento mis alas!… ¿Mis alas?…
Yo las vi deshacerse entre mis brazos…
¡Era como un deshielo!”
La historia de Alfonsina Storni
Peor fue el caso de Alfonsina, pues sus desbordes no estaban sostenidos por la belleza física. Sin embargo, se atrevió a escribir:
“Escrútame los ojos, sorpréndeme la boca,
sujeta entre tus manos esta cabeza loca…”
y luego aquel inolvidable reproche “Tú me quieres blanca…”.
Creo que Alfonsina eligió perderse en el mar recitando uno de los más enternecedores testamentos líricos de nuestra poesía: “Voy a dormir”.
Ya antes había escrito: “Agrio es el mundo”, quizás recordando la muerte de su amiga.
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