Devenir señora
Un día, la información te cae como un yunque. No sé si pasa la primera vez que entrás a una verdulería y el vendedor, que te dobla en años, te dice “Tengo en oferta el boniato, señora”. O cuando ves que en la serie Stranger Things, Winona Ryder, la chica rebelde de la película Generación X, es ahora la mamá cansada de los protagonistas (una madre un poco rea, por suerte).
Es probable que a las mujeres que son docentes esa información les vaya llegando antes, a la manera de un privilegio cruel y precoz, cuando van a un bar y se encuentran con sus estudiantes, que las saludan de lejos mientras mascullan entre sí.
Lo cierto es que en un momento entendés que la chica que fuiste a los 20 años, si se encontrara con vos hoy, pensaría que sos toda una señora adulta.
En la comedia Bienvenido a los 40 (quizá la última gran obra de Judd Apatow, definitivamente la mejor de la actriz Leslie Mann), hay una escena en la que una mujer mayor le dice a la protagonista algo así: “Un día pestañeás y al otro tenés 80 años”.
Mentira. No sos un día Gregorio Samsa y al siguiente un insecto. No te convertís en señora de la noche a la mañana, aunque puede que lo adviertas de repente. Devenís señora, lo llegás a ser, sucede a través de varios capítulos, como el arco narrativo del personaje de una serie que renueva temporadas. Y la metamorfosis no tiene un resultado espeluznante.
Describir el proceso biológico es bastante aburrido: las primeras canas (y el desquicie entre lucirlas con orgullo o decidir entrar al bucle sin fin de la tintura), la intolerancia a determinados alimentos, la titánica epopeya que implica salir de copas y sobrevivir al día siguiente.
Descartadísimas ya frases del tipo “Los 40 son los nuevos 30″ y pavadas así. Los 40 son los 40, antes y ahora.
Mutaciones
Hay algo mucho más interesante en el camino de la mutación. Sin ánimos de elaborar un manifiesto de autoayuda de revista femenina de los años 1990, hay un discreto encanto en devenir señora.
En primer lugar, empezás a transitar (y disfrutar) el vertiginoso sendero de la desfachatez y la impunidad, cuyo grado máximo llega en la tercera edad, con mujeres a las que poco afecta la mirada ajena. Sabio consejo que suelen dar las nonagenarias: “Hacé lo que se te cante”.
Después, adquirís una certeza: todavía queda tiempo, pero menos que antes. Por lo tanto, para qué perderlo. Eso no significa necesariamente que quieras aprovecharlo para hacer algo productivo, sino para algo importante (en tu nueva escala). Es así como, de a poco, las plantas que antes no te crecían ni hablándoles ahora te rodean, te aprendés sus nombres, robás gajos para multiplicarlas y podés pasar horas contemplando tu reinado: un jardín esplendoroso.
También te ahorrás fórmulas de cortesía y rodeos para seleccionar amistades y eventos. Y lo más maravilloso del mundo: te desprendés de esa repugnante ansiedad de juventud que te susurraba al oído que siempre “te estabas perdiendo algo” (que invariablemente ocurría en el mismo momento, pero en otro lugar).
Descartás el FOMO (fear of missing out) sin muchas vueltas y puede ser igual de tentador ir un sábado a un concierto o quedarte en tu casa con un puzzle de 1.500 piezas.
Tampoco es que “Ya lo viste todo”, pero al menos sabés que ya viste bastante como para elegir qué hacer y cómo, sin dejarte llevar por fugacidades de época.
Es, además, un gran momento para apropiarte de términos que fueron usados de manera peyorativa. Resignificarlos, horadar su sentido hasta cambiarlo, hacer que digan otra cosa.
Por ejemplo, pasar al olvido la infame canción Señora de las cuatro décadas que popularizó un señor de seis décadas al que aún nadie le escribió un tema diciéndole cómo debería sentirse.
Podés, en cambio y por nombrar una sola cosa, disfrutar de escuchar la respuesta “Sí, señora”. Música para los oídos.
Cofradía
Ahora entendés que a la cofradía de las señoras (defenestrada desde estereotipos, lugares comunes y comentarios despectivos) todo eso le importaba muy poco. Porque se refugiaban en este secreto pacto de masonería. Los ruleros y el carrito con ruedas para ir al almacén no eran más que inteligentes herramientas de distracción masiva.
Eso explica por qué te empiezan a dar lástima esos pibes en TikTok que explican cómo hacerse millonario en tres clics y, en cambio, preferís empezar a seguir a un grupo de tres amigas que pasaron los 60 y arman coreografías en la góndola del supermercado.
O por qué mirás con condescendencia maternal a las chicas y a los chicos del gimnasio que aún creen que sólo hay que desarrollar fuerza, porque ya sabés que la fuerza sin flexibilidad y equilibrio no sirve para nada. Es el verdadero paso de una padawan a una jedi en un universo paralelo de Star Wars.
Así que al verdulero podés aceptarle los boniatos aunque no sepas muy bien qué son ni cómo demonios cocinarlos (en el combo de devenir señora no llega necesariamente la data de Doña Petrona) y podés seguir viendo Stranger Things para admirar que la cara de Winona tiene un sutil mapa de pliegues y arrugas, pero nada de acné.
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