La Voz del Interior @lavozcomar: Animalitos de Dios

Animalitos de Dios

Siempre me han gustado los animales. Según la crónica familiar, fue porque, habiendo nacido sietemesina y nerviosa, el doctor González Álvarez –famoso pediatra de Córdoba por entonces– le aconsejó a mamá que me dejara debajo de un árbol, en el cochecito por varias horas al día.

Así lo hizo, dejándome al cuidado del gran danés que había pertenecido al dueño anterior. Era un perro viejo, pero se encariñó con mi madre y se dedicó a cuidarme. Tengo un recuerdo –no sé si impostado o real–: ver, a la altura de mi cara, una cabezota enorme y unos ojos vivaces.

Pero recién cuando nos mudamos a Cabana nos permitieron tener animales en casa: el Paxi, un policía belga, fue nuestro primer perro propio. De ahí en más, se allegaron varios abandonados y también el Moloso, el cuzco de una amiga de ellos que tuvo que cambiarse a un departamento donde no se permitían animales.

Recuerdo al Príncipe, un hermoso perro mestizo, color miel, que sabía sonreír –aunque parezca mentira–, pero que no se aquerenciaba, e iba de casa en casa. Y fue por entonces que llegó la primera gata que nos permitieron tener: vieja, negra, tuerta, con cicatrices en las orejas y con canas: sí, tenía canas. Ya no podía tener cría, pero les quitaba los cachorros a las gatas primerizas para darles de mamar; y como era muy malhumorada, las otras no se atrevían a enfrentarla.

Murió de vieja, un invierno, ronroneando bajo la enorme cocina a leña, donde mamá le había armado su cucha. Le estaba dando leche con un cuentagotas.

También me gustaban los perros, pero siempre elegí gatos para cuidar. La preferida fue Moniña, un animal hermoso, de una raza inglesa casi desconocida en Argentina: era veteada de blanco y gris azulado. de ojos celestes, que apareció en el colegio de monjas cuando ya era maestra allí.

Ese animal bellísimo me acompañó hasta los primeros años de mi matrimonio y lamenté su muerte como si hubiera sido un ser humano.

No quiero recordar cuántos animales he amado y perdido; desgraciadamente, su vida es muy corta comparándola con la nuestra, pero creo que el aceptarlos, criarlos y amarlos hasta que nos dejan es una experiencia de vida que nos prepara para pérdidas mayores.

Además, el cariño, la compañía que nos brindan, es sedante, sin contar el bienestar que produce el cuidar de ellos, mimarlos un poco y reírnos de sus ocurrencias.

Muchos amantes de estos bichos queridos comprenderán lo bien que me hace, de noche, ya acostada, dejar de leer y mirar a mi perra acostada en el suelo, en su alfombra, y volver la vista a la izquierda y, a los pies de la cama grande, ver a mi gato y a mi gata durmiendo a respetable distancia uno de la otra.

No creo que mucha gente se dé cuenta del bien que nos hace a los viejos tener animales en casa: nos obligan a movernos más, a darles de comer, a cambiarles el agua, a veces a limpiar sus desastres, atenderlos cuando son pequeños y nuevamente cuando se vuelven viejos.

Nos alegran con sólo poner su hocico en nuestros pies, su patita en nuestro brazo, mirarnos para pedirnos algo rico –un trocito de fiambre, un pedacito de pechuga– o simplemente que le abramos la puerta de noche para correr al gato del vecino que ha pasado la tapia y atacado al nuestro.

Me encanta en la soledad nocturna ver una película, una serie, en mi estudio, con mi perra cuidando un hueso en su alfombrilla, mi gata en el estante más alto de la biblioteca, a mis espaldas, y al Michu hecho un ovillo en el primer cajón de la derecha del escritorio.

Si voy a hacerme un café, o servirme algún licor, o lo que sobró del helado de la noche anterior, se disponen a seguirme; si no me llevo el sillón –señal de que volveré–, cierran los ojos y siguen durmiendo, pues saben que regresaré a la computadora.

Si tomo un café en la cocina, mientras veo televisión o escribo, Ginny se acuesta en su cucha bajo la mesa y Michu se acomoda a mi izquierda, sobre los libros y cuadernos que siempre tengo en ella, y la gata barcina se recuesta, con la belleza felina de Cleopatra sobre la repisa del armario cercano.

Y mientras saboreo el café, pienso que el Cielo, en el cual indefectiblemente creo, debe tener algún lugarcito para estos animalitos que ahora llamados “de compañía”.

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