El arte y la industria, en el mismo horno
Dos procesos artísticos muy singulares se combinan en “Corteza”, muestra que presenta los trabajos de Luciano Giménez en el campo de la cerámica, y de Paulin González Villán en el universo creativo del tapiz.
Este sábado 16 de marzo, desde las 18, se realizará el cierre de la exposición alojada en BitHouse (José Roque Funes 1791), donde se compartirán con el público las experiencias en torno a la realización de las obras.
Con producción y curaduría de Capital Creativo EGC, el ciclo de artes visuales de BitHouse convoca cada tres meses a artistas y proyectos expositivos con el objetivo de habitar el espacio, emplazado en el mirador del Cerro de las Rosas en la ciudad de Córdoba.
En esta oportunidad, a través de Garra Galería, se convocó a Paulin González Villan, con una serie de tapices textiles que buscan señalar y a la vez desmantelar configuraciones opresivas como el género, la clase social y las diferencias corporales. Obtiene sus colores a partir de pigmentos puros minerales, plantas y cortezas.
“Mis tapices persiguen transmitir una sensación de apego a través del voltaje material de las texturas”, señala.
González Villán nació en Corrientes, en 1985. Cursó el profesorado de Artes Visuales en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano durante el año 2012. En paralelo asistió a talleres, seminarios, capacitaciones y encuentros de formación de manera independiente y en relación al arte textil, el cine y la literatura.
Por su parte, en alianza con Ladrillos Palmar, Luciano Giménez trabajó con arcilla y produjo instalaciones y tejidos de gran formato. La fábrica abrió sus puertas para que el artista pudiera utilizar materiales propios de la producción industrial, parte de una serie de acciones que la marca emprende para establecer diálogos con la escena cultural local.
Giménez es co-creador e integrante del proyecto Casiopea cerámica, y del colectivo de dibujo The Carbonillas Project.
Hábitat común
El mundo artístico y el mundo industrial, dos hábitats que por lo general se mantienen en cotos cerrados, sin ningún tipo de vínculo aparente, tuvieron la chance de encontrarse durante la residencia de Giménez en Palmar. Fue una oportunidad de probar que los tiempos de la creatividad y de la productividad pueden lograr sinergias sorprendentes.
Los desafíos para alcanzar esa meta fueron numerosos. Por una parte, hubo que reordenar la mecánica fabril, caracterizada por la producción en serie, para que el artista tuviera un espacio lo suficientemente calmo para producir las piezas cerámicas. Para ello se discontinuaron procesos que normalmente nunca se detienen: la industria cedía en este primer momento, para facilitar el encuentro con el arte.
Giménez logró generar un taller improvisado en el “pre-horno”, un ámbito de la fábrica donde los ladrillos, aún sin cocer, todavía mantiene el color del barro y se encuentran en viaje hacia el túnel de fuego, de donde surgen con su resistencia y color característicos.
Sobre las vagonetas que trasladan los ladrillos, el artista pudo desplegar su creatividad, circundado por el polvillo terroso que siempre sobrevuela la fábrica. Utilizando la tierra arcillosa que descansa en los silos de Palmar comenzó las primeras pruebas, a las que luego agregó ladrillos frescos, aún sin secar ni cocinar, que tomaba directamente de la máquina extrusora, que transforma el barro en la forma de cada ladrillo.
Para esta experiencia utilizó Celerlosas, ladrillos que se usan en los techos y entrepisos de las construcciones, y Celerbloques, ladrillos portantes para las paredes.
El siguiente desafío fue la cocción de las piezas. El horno-túnel en el que se cocen los ladrillos trabaja en forma distinta, y a diferente temperatura, que los utilizados para la cocción de piezas artísticas de cerámica. En esa etapa se sacrificaron algunas ideas, al igual que prototipos ya realizados de piezas de gran tamaño que no vieron la luz al final del túnel y quedaron en la contemplación efímera del artista y los operarios de Palmar.
Una vez seleccionadas las piezas aptas para la cocción, se diagramó una ingeniería de traslado y ubicación de cada pieza entre pilas de ladrillos sin cocer, para que juntos ingresen al horno. Era un eslabón más en la cadena que seguía tejiendo canales entre la industria y el arte.
Ya que era la primera vez que se cocían piezas artísticas de esta manera, los resultados eran inciertos. Pasadas 48 horas de espera entre la cocción y el enfriado de las piezas, la sorpresa fue compartida y los resultados asombrosos. Muchas piezas salieron del horno tal cual habían sido imaginadas por Giménez, otras no soportaron el calor y se rompieron, y otras, las más atípicas, fueron atravesadas por el fuego de forma irregular, lo que resultó en colores, formas y texturas que remitían más a plásticos y resinas quemadas que a la arcilla.
La obra resultante, que se incluye en la muestra “Corteza”, celebra este encuentro impensado entre una tradición ya milenaria como la del ladrillo y otra herencia, quizás incluso más antigua, que tiene que ver con el deseo humano por expresarse, emocionar y trascender.
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