El largo brazo del veneno ruso que alcanza a los críticos de Putin
En 1916, cuando el fin de los Romanov ya era inminente, el místico ruso Rasputín fue engañado por un grupo de cortesanos que colocaron cianuro en su copa de vino, mientras le hacían creer que esperaba por la duquesa Irina Alexándrovna.
Al parecer, no había suficiente cantidad de cianuro como para despachar a Rasputín, por lo que el príncipe Yusupov debió rematarlo con un tiro en la cabeza.
Los zares acabaron muy pronto su dinastía, pero la llegada del régimen soviético no sólo no cambió esta costumbre rusa para dirimir oposiciones internas, sino que la perfeccionó, de tal manera que ya no hiciera falta agregar un tiro en la cabeza.
En 1921 se estableció en Moscú el primer laboratorio secreto de elaboración de venenos, que buscaba tanto silenciar disidentes como probar la eficacia de ciertas sustancias como armas masivas. Con las décadas, fue cambiando de nombre y perfeccionándose. Y no está claro si persiste en la actualidad.
El exjefe de espías de Stalin, Pavel Sudoplatov, dice en sus libros que la KGB llegó rápidamente a la conclusión de que el veneno era el mejor método para eliminar a personas incómodas.
Durante la Guerra Fría, los casos siguieron. El líder nacionalista ucraniano Stepan Bandera fue asesinado en 1959 con una pistola de cianuro. Dos décadas después, un disidente búlgaro, Georgi Markov, fue muerto con un paraguas con punta envenenada, mientras esperaba el ómnibus en el puente Waterloo en Londres.
El Reino Unido fue, de hecho, un escenario fértil para los ataques a opositores rusos.
Y si bien en los ‘90 hubo un respiro anclado en la buena relación entre Rusia y los británicos, la vuelta de Vladimir Putin al poder le recordó al mundo qué pasa cuando algo no le gusta al exjefe del KGB.
“Traidores”
Desde hace 23 años, cuando Putin asumió el poder, muchos de sus opositores empezaron a caer como moscas, asesinados, envenenados, muertos en extrañas circunstancias, como un recordatorio mortal de la “suerte” que pueden correr quienes cuestionan al líder.
La muerte del opositor Alexei Navalny es la última de esa trágica lista. El Kremlin sólo informó que el deceso se debió a causas naturales en la cárcel del Ártico en Yamalia-Nenetsia, donde cumplía una pena de 19 años de prisión por denunciar supuestos casos de corrupción bajo el gobierno de Putin. Hasta ahora, el Gobierno ruso se niega a mostrar el cuerpo o entregar sus restos a sus familiares.
Navalny había sido envenenado el 20 de agosto de 2020, mediante el uso de un agente nervioso, antes de su vuelo de Tomsk a Moscú. Una investigación reveló que el veneno se había aplicado en su ropa interior. Fue llevado de urgencia a un hospital en Alemania. Al volver a Rusia, fue enjuiciado y encarcelado. Y no está claro si el efecto residual de aquel veneno tuvo algo que ver o no en su muerte.
Otros casos recientes en los que no se usó veneno sino una “persuasión” más directa: en agosto de 2023, se registró una sublevación de la milicia paramilitar Wagner, liderada por Yevgueni Prigozhin. Pocos días después, Prigozhin murió junto con otras cinco personas en un sospechoso accidente aéreo.
En 2006 –el 7 de octubre, día del cumpleaños de Putin–, la periodista Anna Politkovskaya –del diario opositor Novaïa Gazeta, una de las que habían cronicado los excesos rusos en la guerra contra Chechenia– fue acribillada a balazos en el hall del edificio donde vivía.
Y el 19 de enero de 2009, el abogado de derechos humanos Stanislav Markelov y la periodista Anastassia Baborova fueron asesinados a balazos en Moscú.
Polonio 210 soviético
En diciembre de 2006, ocurrió uno de los casos que provocaron la máxima tensión diplomática entre Rusia y el Reino Unido, cuando el exespía Alexandre Litvinenko fue envenenado en Londres con polonio 210, un material radiactivo utilizado en la era soviética.
Litvinenko tenía asilo político en Inglaterra, tras acusar en 1998 a sus superiores de haberle ordenado el asesinato del magnate ruso Boris Berezovski. En Londres trabajó como periodista, escritor y consultor de los servicios de inteligencia británica.
Una investigación británica apuntó a Andréi Lugovói, miembro del Servicio Federal de Seguridad de Rusia, como el principal sospechoso del envenenamiento y asesinato. Rusia negó la extradición.
La larga estela del veneno ruso no se detiene en opositores políticos. También afectó a Pyotr Verzilov, miembro del grupo de música punk Pussy Riot, en 2018. Verzilov se hizo famoso tras invadir el campo del estadio Lushinski de Moscú, durante la final de la Copa del Mundo en Rusia entre Francia y Croacia.
Pocos días después fue arrestado. Según relató su pareja de entonces, el activista empezó a sentirse mal después de comer algo durante una audiencia en un tribunal.
Según los médicos del hospital de Charité de Berlín, los síntomas apuntaron a una intoxicación.
Pussy Riot es un colectivo feminista de punk-rock, que pone en escena los derechos LGBT, la libertad de expresión y la represión de los movimientos artísticos en Rusia. Algunas de sus integrantes fueron condenadas a dos años de prisión.
De Salisbury a París
Otro incidente estuvo a punto de teñir el inicio del Mundial 2018: el 4 de marzo de ese año, Serguei Skripal y su hija Yulia fueron envenenados en Salisbury, Inglaterra, con el agente nervioso Novichok, desarrollado por la Unión Soviética en los ‘70 y que se dispersa en forma de polvo ultrafino.
El exespía ruso Skripal vivía como refugiado político en el Reino Unido desde 2010, al ser beneficiado por un intercambio de espías entre Rusia y Gran Bretaña. Había sido condenado a 13 años de prisión por alta traición.
Luego de varias semanas en estado crítico, Skripal y su hija fueron dados de alta. Se concluyó que el Novichok había sido aplicado especialmente en el picaporte de la casa.
Boris Johnson dijo entonces que era “abrumadoramente probable” que el envenenamiento hubiera sido ordenado directamente por el presidente ruso, Putin: fue la primera vez que el gobierno británico acusó a Putin de ordenar personalmente un envenenamiento.
Más cerca en el tiempo –en octubre 2023–, la Justicia francesa inició una investigación por sospechas de un posible envenenamiento de una periodista rusa opuesta a la guerra de Ucrania, Marina Ovsiannikova.
La periodista vive refugiada en París, y allí fue envenenada. Se sintió enferma tras abrir la puerta de su domicilio y descubrir un polvo sospechoso.
El incidente ocurrió el mismo mes en que Ovsiannikova fue condenada a ocho años y medio de prisión en un tribunal ruso –en ausencia– por criticar abiertamente la acción militar del Kremlin en Ucrania.
Rusia y Putin, por supuesto, niegan toda participación en este tipo de hechos, que llamativamente afectan de manera tan particular a todos sus críticos.
El régimen también parece indemne, hasta ahora, a cualquier crítica internacional de gobiernos, de tribunales o de organismos de derechos humanos.
La pregunta ya no es cuándo se frenarán estos atentados, sino ¿quién será el o la próxima?
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