La Voz del Interior @lavozcomar: Libertades de verano

Libertades de verano

Levanta la mirada y allí está su padre, esperando una explicación. No sabe si alcanzará a contar todo lo que les ocurrió, porque presiente que deberá soportar varios “te dije…”.

Tiene las manos sucias, la remera rota, infinitas picaduras de insectos y el rostro quemado por el sol.

Sin embargo, por dentro sólo siente alegría; ni pizca de remordimiento.

Tal vez, piensa, su error fue anunciar que pasarían por el río y que volverían temprano.

Pero no calcularon bien, y en estas vacaciones estivales parece no haber espacio para alejarse de la claustrofóbica convivencia que reclama estar siempre a la vista.

Recuerda haber caminado entre las piedras, salpicando y dejándose salpicar.

Haber encontrado un pájaro herido y, entre todos, esperar a que muriera para enterrarlo; y haber reído hasta las lágrimas con un rezo improvisado por el más zafado del grupo.

Admite haber comido moras tibias, manchar y mancharse hasta el espanto y luego doblarse al medio por los retorcijones.

Haber ignorado una posible catástrofe sanitaria al calmar la sed con agua del borde, turbia y viscosa.

Es consciente de que, algo cansado, se echó en el pasto a pensar en nada. Sin repelente.

“Sigo esperando”, dice de pronto su padre, y consigue esfumar esos preciosos recuerdos.

No tuvo opción frente al desafío de trepar a un enorme sauce; frente esas cosas, y a su edad, nadie arruga.

Fue él quien llegó más alto y desde allí se arrojó al río, en una zambullida que arrancó aplausos entre los camaradas.

No le preocupó el agua helada, que esquivara por centímetros una piedra ni que la fuerza de la corriente venciera sus brazos flacos. Esperó con paciencia llegar hasta la orilla y allí, sin aviso, se sintió invadido por una nueva libertad.

No la de su hogar amable, la de su elegida escuela o la de las aventuras de barrio. Esta era distinta.

Aquel día, en aquel río, su minúscula existencia contrastó con la inmensidad del paisaje, y fue feliz.

Aunque ahora esté esperando sentencia, no se sabe culpable.

Sólo un niño deslumbrado por el poder de la naturaleza; siempre magnífica, siempre indiferente.

“¿Entonces…?”, dijo su madre al llegar.

Imagina respuestas, aunque nada de lo que diga podría aplacar esa mezcla de enojo y miedo recién aplacado de sus padres.

Elije pensar en que sus amigos deben estar viviendo algo parecido, y le brota una sonrisa.

Cuando pueda, contará cuánto tiempo les llevó tejer esa red para atrapar peces; cómo la imaginaron y la usaron, y qué inútil resultó.

Que cuando decidieron volver era tarde, es verdad, ¡no llevaban reloj!

Que de regreso fueron sorprendidos por un caballo que se acercó rengueando. Fue fácil descubrir la espina clavada en una pata; no, animarse a quitarla.

¿Cómo explicar la euforia que sintieron cuando, después de varios y miedosos tanteos, pudieron hacerlo?

Apenas liberado, el animal se alejó sin siquiera mirarlos. Otro descomunal y simple aprendizaje, piensa: los auxilios entre pares no se agradecen.

En silencio, espera el implacable veredicto.

Le arde el cuerpo, sus labios se quiebran y sangran, y todo él es un estandarte morado.

Tal vez, decidido el castigo, pueda ducharse, ruega.

No imagina cómo saldará esta pena, pero sabe –está convencido– que su corazón seguirá explotado de felicidad por largo tiempo.

Ya en la cama, se sumerge en un sueño profundo, no sin antes sentir que una mano conocida le acaricia la cabeza.

* Médico

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