¿Qué es una Constitución? Pautas para interpretarla
En Berlín –en abril de 1862, para ser exactos–, Ferdinand Lassalle (Fernando, para los amigos) pronunciaba un discurso que hoy, en algunos casos y ya reducido a texto, leen los noveles estudiantes de derecho. En él, pregunta (y se pregunta): ¿Qué es una Constitución?
Con total brutalidad, nos explica que si la Constitución no se ajusta a los factores reales de poder –y viceversa–, ella es sólo “una hoja de papel”. De hecho, él diferenciaba la “Constitución escrita” de la “Constitución real”. Es un silogismo clásico.
Mucho antes, en 1803 –y para “consagrar” la supremacía constitucional e instaurar el control que al pie de la letra tomó la Corte Argentina más tarde–, el Justice Marshall, en el célebre (hasta el hartazgo) caso Marbury versus Madison, ensayaba un silogismo: si la Constitución es la ley suprema, entonces las demás leyes deben adecuarse a ella o, lo que es lo mismo, no puede ser contraria a ella.
¿De qué hablamos?
En efecto, ante cada problema “constitucional” o “inconstitucional” (jamás “anticonstitucional”) aparece un experto que nos explica si estamos ante una decisión conforme a nuestra carta magna o no. Pero ¿sabemos de qué hablamos cuando nos referimos a la Constitución? Se trata, sin dudas, de una ley. De la ley “fundamental”, porque todas las restantes normas, sin importar su jerarquía, deben adecuarse a ella. Pero no es igual a cualquier ley, por varios motivos.
En primer lugar, una constitución no es igual –por ejemplo– a un código como el Civil y Comercial o el Penal; en ellos no encontraremos pautas de conducta y su consecuencia jurídica (nacer, contraer matrimonio, adoptar, morir, etcétera). Por el contrario, se trata de una norma de “textura abierta” (esta idea no es mía, sino de un brillante doctrinario llamado Herbert Hart) destinada a durar “por los tiempos”. Es por ello por lo que un mismo artículo, sancionado en 1853 o en 1860, puede ser adaptado en su lectura interpretativa a los tiempos que corren y conforme las necesidades imperantes de la Nación implicada.
En ese sentido, el texto me habla de “descanso y vacaciones pagados” (artículo14 bis de la Constitución) pero no de su extensión o del cómo (el know how de la ley, para hablar en términos contemporáneos). A esta altura, el lector seguro recuerda el “viral” de los últimos días en el que un trabajador interpretó que su empleador debía pagarle las vacaciones contra rendición de gastos.
Ahora ¿de qué modo una ley –cualquiera sea ella– puede durar “por los tiempos” o 200 años, para el caso? Pues bien, por el modo en el que está concebida y redactada.
A diferencia de la ley civil o penal, la Constitución prescribe “mandatos” a cumplir en el proyecto de país en el que se inscribe. Pongamos, por caso, la frase que en el artículo 41 indica: “Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo (…)”.
De una simple lectura, uno pensaría que esto no está sucediendo. Pues bien, es un mandato, y la idea es que, cuanto menos, en algún momento de nuestra historia, sea posible.
División de poderes
Veamos otro caso, en contrario: “En la Nación Argentina no hay esclavos: los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de esta Constitución; y una ley especial reglará las indemnizaciones a que dé lugar esta declaración (…)” Pero ¿los pocos que existen? ¿Hay esclavos? Lo cierto es que formalmente no, pero es un resabio de los tiempos.
En el artículo 14 bis, la Constitución promete también una “vivienda digna”. ¿Podríamos exigir todos válidamente que el Estado cumpla con ese derecho reconocido por la Constitución? También dice el artículo 17 que “la propiedad es inviolable” y, sin embargo, existió el año 2001. Así podríamos seguir…
Lo cierto es que “ella” no puede ser interpretada sólo desde su “letra” ya que, como también su texto señala, está sujeta a una reglamentación que no puede “alterar su espíritu” (artículo 28).
Luego, no es menos cierto que algunos artículos no admiten discusión, cuanto menos en su génesis. La idea de división de poderes (en realidad, funciones) es la piedra fundamental del esquema republicano, al igual que nuestro –aún tenue– federalismo. No por nada resulta tan compleja su reforma; note el lector que para su modificación se requiere una mayoría agravada (dos terceras partes de los miembros del Congreso).
Aquello que no debemos olvidar bajo tentación de caer presos de cualquier ideología o fanatismo, lo cual no implica que determinada política de Estado no influya en lógicas decisiones a su respecto, es que la Constitución es nuestra mayor “válvula de seguridad” y, como toda regla, “se dobla, pero no se rompe”.
Ella debe ser respetada; si no, es una simple “hoja de papel”.
* Abogado y profesor adjunto de la carrera de Abogacía de Uade
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