Roberto Gargarella y un oportuno libro… de izquierda
Para Jorge Luis Borges, el “decurso del tiempo” cambia los libros porque el contexto influye sobre la lectura. Borges aplicaba esa premisa a libros que tenían sus años y que él había leído y releído más de una vez, pero ¿qué pasa si la aplicamos a una novedad editorial? Casi equivaldría a preguntarse sobre el sentido de la oportunidad: ¿el contexto inmediato juega a favor o en contra de su contenido?
Un buen ejemplo es Manifiesto por un derecho de izquierda, de Roberto Gargarella, cuyo lanzamiento coincidió con el triunfo de Javier Milei, el gobierno democrático más a la derecha de nuestros últimos 40 años.
El título parece una provocación. Un “manifiesto” es una declaración de principios, un programa de acción; basta pensar en Marx o en la célebre Reforma Universitaria. Y este programa postula un “derecho de izquierda”, formulación que pone en crisis la supuesta neutralidad del derecho.
Por ello, es un libro muy oportuno. Porque es una apuesta a favor del fortalecimiento de la democracia. Porque nos demuestra los fuertes vínculos históricos que tiene la democracia con las ideas de izquierda. Y porque esos vínculos se tramaron al contacto con el liberalismo; un liberalismo que está en las antípodas de lo que Milei entiende como tal.
La propuesta de un académico
Gargarella no quiere provocar, sino proponernos una conversación entre iguales alrededor de los principios que sustentan la democracia; su libro anterior se titulaba, casualmente, El derecho como una conversación entre iguales (2021). Esta es su propuesta, en tanto académico del derecho, para “reflexionar sobre la forma y el contenido que podría tener un derecho de izquierda, es decir, uno al servicio de una comunidad de sujetos libres e iguales”.
Vale advertir que no asocia “la izquierda” con el extremismo ideológico, sino, apenas, con “nociones de sentido común” como la igualdad, el progresismo, la justicia social, que de algún modo están siempre presentes en el esquema del constitucionalismo, pero que, a veces, no alcanzan la misma consideración en el marco jurídico que un país determinado adopta para sí.
Pensemos, contexto mediante, en nuestro país, en la reforma constitucional de 1994, en el agua que corrió bajo ese puente durante estos 30 años y en Milei, que cerró 2023 recomendándonos la lectura de un “hilo imperdible” de Carlos Mira que llamaba a terminar con “la demagogia de la igualdad y de la justicia social”.
El razonamiento de Gargarella va en otro sentido: “Si el constitucionalismo representa un pacto entre iguales, no cabe duda de que poner en vigencia ese derecho entre iguales en contextos marcados por profundas desigualdades efectivas requiere introducir cambios severos (económicos, legales) y adoptar medidas destinadas a afirmar la justicia social o a democratizar el poder”.
Lo más interesante, claro, es el encadenamiento conceptual implícito. Un “derecho de izquierda” nos aseguraría un mejor y más efectivo cumplimiento de los principios constitucionales, lo que implicaría, en un sentido, una profundización de la democracia; y en otro sentido, una mayor autonomía individual (mayor libertad).
Una sociedad igualitarista
La concreción de ambas cosas evidenciaría un fuerte compromiso con la filosofía política igualitarista, según la cual “una sociedad puede considerarse justa si la vida de cada uno y la del conjunto no dependen de circunstancias que están fuera del control de ellos”.
Una sociedad regulada por el igualitarismo promueve y defiende un orden material justo e igualitario porque, como afirmó la segunda Carta de Derechos propuesta por Franklin Roosevelt a los Estados Unidos en el marco del New Deal, la autonomía individual demanda esas seguridades económicas básicas que Roosevelt, en su famoso discurso, sintetizó en una frase tan sencilla como feliz: todos tenemos “derecho a llevar una vida cómoda” (trabajo y salario adecuados, nivel de vida y hogar decentes, atención médica satisfactoria, buena educación, etcétera), en una sociedad que respeta la propiedad privada, la libre empresa y la libertad de mercado.
Gargarella rescata la distinción que supo hacer Carlos Nino entre el liberalismo igualitario y el liberalismo conservador: para el igualitarismo, los derechos de las personas pueden ser violados “tanto por acciones como por omisiones”. Por lo tanto, es el único marco filosófico que nos permite “honrar dos ideales fundamentales: el autogobierno colectivo (una idea de democracia radical, que alude a la posibilidad efectiva de que cada sociedad se gobierne de acuerdo a sus propias leyes, y de ese modo se convierta en dueña plena de su propio destino); y la autonomía personal, es decir, el derecho de cada uno a vivir su vida conforme a sus propios designios”.
Entonces, como el derecho no es algo dado de una vez y para siempre; y como la democracia moderna (desde el parlamentarismo británico hasta nuestros días) se asienta sobre un pacto igualitario y universal (todos tenemos derecho a tener los mismos derechos), debemos elaborar la “mejor versión” del derecho, que sería aquella que mejor se involucre con las dos ideas fundamentales definidas en el párrafo anterior.
En consecuencia, en términos democráticos, habría que concretar una “democracia deliberativa” en la que se limen diferencias y se construyan acuerdos, dentro y fuera del Parlamento, con argumentos y con protestas, para asegurar la mayor participación social posible.
En un guiño al contexto, digamos que la libertad avanza si la democracia avanza porque “existe una íntima conexión entre derechos y democracia: los derechos son producto de una creación humana, y como tales nacen y mueren con la ley”. O sea que una ley es algo demasiado importante como para dejarla en manos de unos pocos.
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