La Voz del Interior @lavozcomar: Javier Milei y la edad de la posvergüenza

Javier Milei y la edad de la posvergüenza

Los análisis más comunes que se han intentado sobre el actual momento político argentino, en pleno estado de aturdimiento y efectuados desde distintos enfoques ideológicos y/o técnicos, dejaron sin embargo de lado el que pretendemos ofrecer en esta oportunidad, basado en las sugerencias de la figura de la Navaja de Ockham. Según este recurso interpretativo, en iguales condiciones la explicación más sencilla es la más pertinente.

Aplicado al caso que venimos viendo, puede pensarse que la situación a la que asistimos –producto de la degradación social evidenciada en el brutal empobrecimiento de su instrumental valorativo y de interpretación– debía parir necesariamente un personaje como Javier Milei, cuya característica más notoria, y en general menospreciada en los análisis, no es su anacrónico bagaje ideológico sino los problemas de su raciocinio.

A semejante estado de devastación cultural corresponde tamaña adhesión a una persona de esas características. ¿Por qué extrañarse?

Desde ese punto de vista, Milei era indefectible.

Sin embargo no se trata de extender, en el sentido clínico, la psicopatía del operador político al sector que empatiza con él. Se trata, más bien, de que un discurso disparatado se expande y gana adhesiones gracias a una inhabilidad del aparato crítico del conjunto social por la honda crisis emocional y axiológica que lo atraviesa en estos días.

De allí que se nos ocurre erróneo computar el triunfo de Milei como la expresión de un legítimo y meditado enojo del común (o al menos una parte importante de él), sino más bien como el signo de una derrota, de un retroceso en el proceso civilizatorio del poder político de toda la sociedad.

Ante semejante evidencia, se alza sin embargo un insólito frente negacionista tan férreo como inconsistente. Algunos lo integran ante los reflejos del horror de lo real; otros, movidos por una indolencia fútil.

Se ha instalado de manera oportunista y desaprensiva aquello de vox populi, vox dei, desoyendo la grave advertencia de Alcuino de York, asesor de Carlomagno, que ya en el siglo VII alertaba: ”Y esa gente que sigue diciendo que la voz del pueblo es la voz de Dios no debería ser escuchada, porque la rectitud de las masas está siempre bastante cercana a la locura”. Al menos, en ocasiones.

Completando la desalentadora situación, y abonando la idea de que hemos entrado no sólo en la era de la posverdad sino en la de la posvergüenza, los operadores del poder corren presurosos en ayuda del vencedor, como diría Jorge Asís, disfrazando su vocación predatoria con la excusa de un nuevo servicio a la sociedad ante lo inestable que asoma la gobernanza.

¿Se puede culpar a la política, o a los políticos, de la falla del sistema? En todo caso, los políticos pueden ser acusados de sumarse al aquelarre. La crisis no es ya un estado de excepción esporádico, sino el estado natural alumbrado por la continua exacción de poder a que está sometido el sistema político aún vigente.

Ernst Cassirer alumbró la noción de universo simbólico para referirse a los fundamentos del concepto de nación moderna. Llama así al conjunto de pensamientos, representaciones y creencias que comparten una cultura o una sociedad, composición que expresa el carácter que la singulariza.

Desde estos lares, la llamada filosofía de la liberación, capitaneada por el mendocino Enrique Dussel –y desarrollada creativamente por el porteño Mario Casalla– aportó la idea de que el pueblo, en tanto tal, era sostenido por un núcleo ético-mítico del que se deriva su concepto de cultura.

Cuando el formato político que ha de contenerlo no es el correspondiente (lo que creemos sucede en la actualidad), la capacidad crítica de un pueblo y su habilidad para formular una proyección política se tornan evanescentes y se diluyen las competencias para afirmarse en la historia.

Por último, cerrando esta brevísima oferta de reconstrucción de sentido, consideremos el aporte de Bifo Berardi: “La izquierda sigue repitiendo palabras cada vez más vacías sobre la democracia. La democracia está muerta; es un ritual ineficaz cooptado por automatismos técnicos y financieros. Es un ritual inútil, porque las condiciones de formación del pensamiento colectivo y de la decisión colectiva son manipuladas por el predominio mediático del capital”.

Esta visión, asaz terminante, es sin embargo cada vez más común en los analistas de la deriva histórica de nuestro mundo.

Ojalá seamos capaces de trocar el cinismo por la ilusión en el recorrido de dicha búsqueda, olvidándonos de la cáustica ironía de Michel Houellebecq: “A título personal, cuando se me habla de ‘valores democráticos’ me cuesta sentir la emoción adecuada; mi primera reacción consistiría, más bien, en morirme de risa”.

* Exdirector de la Agencia Córdoba Cultura

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