A un año de la Copa del Mundo: un diario de aquellos días inolvidables en Qatar
Qatar es otro planeta. Y transforma a quien pase por sus desérticas tierras. Otra vida, otra cultura, otra gente… dan otra mirada. Y esa experiencia me desborda como enviado especial de La Voz. Me pasa en cada uno de los 40 días allá en el desierto, donde Messi baja del cielo la tercera estrella. Esas experiencias y vivencias son escritas en el teléfono celular, entre viaje y viaje por el fastuoso metro de Doha, la capital del país árabe.
La mirada del emir
Doha. Qatar. Calor. Calorón. Calorazo. En la calle, un sol que remarca arrugas. En lugares cerrados, un aire acondicionado asesino. Así, sin grises, sin escalas. Calor-frío, frío-calor para destrozar gargantas frágiles. En las veredas no hay mosaicos. Los caminantes hablan mil idiomas. Nadie silba. No se ven perros. No hay plazas. Ni placitas. Las calles son avenidas. Cruzar una senda peatonal da miedo por lo ancha. En cada metro cuadrado se ve a un indio o a un pakistaní. También hay abundancia de nacidos en Bangladesh. Andan con remeras argentinas. Son piolazos. Amables. Dispuestos. Solidarios. A veces los abandona el desodorante y su sudor deviene en aromas difíciles de olvidar, épicamente intolerables.
¿Y eso de que no se podía abrazar? He sido abrazado por sudorosos hinchas. Nadie miró feo. Se ven hombres de la mano. Se ven mujeres de la mano. ¿Y la Policía? No se ven en las calles. ¿Más? Se habla inglés todo el tiempo. Trabado. Trabadazo. Pero las ganas de hacerse entender son un idioma universal. ¿Alcohol? Nada. Sobredosis de jugo. Ricazos, por cierto.
¿Las mujeres y su vestimenta? Las locales usan esos “turbantes”. A algunas se les ven sólo los ojos. A otras, las caras. Hay mujeres solas. Hay mujeres y niñas. Hay mujeres que van detrás de su esposo. Y están las mujeres de otras nacionalidades, las que usan pantalones cortos y musculosas. Y todo OK.
¿Robos? Cero. Sacar el celu en la calle no es un drama. He visto iPhone que serían la delicia de ladrones cordobeses de elite. Acá, ese objeto no genera ni la más mínima “tentación”. ¡Vi una bici parada en el mismo lugar, día y noche!
¿Cataríes? Minoría. Los que atienden en ferias son divinos. Los jovencitos son entusiastas y se toman selfies con hinchas. Los más grandes son más lejanos, pero respetuosos con la mirada. Hablando de miradas… “la” mirada que está en todos lados en forma de cartel/cuadro es la del emir. Se llama Tamok bin Hamad Al Thani, de 42 años. Tiene tres esposas y alguna que otra sospecha de corrupción.
¿Este post es una defensa a Qatar? No, sólo una experiencia de usuario. ¿Algo malo del viaje Qatar? No poder estar transmitiendo en vivo las 24 horas esta vivencia.}
Ver fútbol entre amigos
El barrio se llama Al Doha Al Jadeda. En Córdoba, y con la montaña de prejuicios que generan décadas de crisis económicas, diríamos que ese barrio tiene pinta de fulero. Algunas veredas rotas. Casas desmejoradas. Pocas luces cuando cae la noche, y la noche cae a las 16.30. Está llenísimo de inmigrantes. De India, la mayoría. Se los nota laburantes obsesivos.
Están en la gomería de la esquina. Se suben a los autos para cambiar los parabrisas. Hacen cerrajería. También trabajan en locales textiles. Cargan y descargan cajones en el súper de la esquina. Sudan a escalas incuantificables. Tienen la misma ropa varios días. Y le meten y le meten. Y lo hacen con una sonrisa que se impone a la amargura que supone “laburar 24 horas”. Aunque lo de “laburar las 24 horas” es flexible en el más lindo de los sentidos.
Resulta que los muchachos cortaron todo para ver Estados Unidos-Gales, a las 22 de Doha. Uno de ellos, que tenía el celu con 5G, bancó los datos para conectar el tele a la web. Y se metieron en una página de streaming (trucha, obvio) para ver el partido. Vi a todos sentados y pasé. Saludé. Les saqué una foto para hacerla story.
“Come to watch the game with us”, invitaron. Y me senté. Uno cedió el único banquito de plástico que había y se sentó en el suelo. De una. Les conté que soy argentino y que estuve cerca de Messi. Les mostré el video y me sacaban fotos del celu. Me abrazaron como si comiéramos asado todas las semanas. Y charlamos lo más que se puede charlar en un inglés básico pero generoso.
Me convidaron agua. Para comer, no tenían nada de “comida-comida”. Tenían solamente unas bananas fritas en una bolsita de plástico. Se ve que valían oro para ellos porque las tenían guardadas en un cajón “medio secreto”. Y me las compartieron. Estaban ricazas. Les enseñé a decir “rico”. Y vimos el partido.
Les pedí los nombres: Juvaid, Sabeer, Shijil, Nisham, Adil ahammed, Fazil ahammed, Arjun, Sakkeer, Irshad y Salman. Estuve un rato y me fui. Me invitaron a volver. Que el banquito es mío, dijeron. Ahí estaré, chicos. Llevo la coca y una picada.
Mujeres cataríes
Pasó en la estación Msheireb, la estación de las estaciones, por la que pasan las y los hinchas del Mundial. Es la que conecta todas las líneas que van a casi todos los estadios.
Eran seis damas. Estaban sentadas a un costadito. Risas. Buena onda. Charlaban. No me salió el periodista de adentro. Me salió el Seba, el curioso. Me les acerqué. Les pregunté con un respeto miedoso si podía hacerles preguntas. Me saludaron con una gentileza destruye-prejuicios.
Les consulté si les molestaba usar esa ropa. Me dijeron que no.
Les pregunté si la pasaban mal. Me dijeron que no.
Les pregunté si se les podía sacar fotos. Me dijeron que sí, pero si tenían tapada alguna parte de la cara, pero que no era obligación.
Les pregunté sobre sus parejas y me dijeron que pueden salir solas a paseos.
Les pregunté cómo se sienten con lo que se dice de Qatar, y me dijeron que no sabían qué se decía.
Entonces ellas me empezaron a preguntar a mí. Que qué me parecía el país. Que qué tal Messi. Que qué había en Argentina. Que si vivía con mujeres (“Sí, con tres bellas damas”).
En ese momento, recibo una videollamada de Juan Pablo Carranza y de Paula Gaido, y las mujeres se prendieron divertidamente en una suerte de llamada grupal en la que veían la Redacción de La Voz. Mandaban saludos, me abrazaron. Y después me hicieron sentar en el banquito. Y seguimos charlando.
Volví a preguntar. Esta vez por los perros. No vi ni uno en la ciudad. Me explicaron que hay sólo en las afuera de Doha. Les pregunté, aprovechando la confianza, si los mataban. Así, de una. Me dijeron que no: “No way”. Me contaron que, por su religión, los perros no están bien vistos y se sorprendieron cuando les conté que en Argentina son parte de nuestras familias.
Y lo de las preguntas se transformó en charla. Hasta ingenua. Pero genuina. Fue algo así como “cambiar figuritas” de nuestras vidas. Fluyó el encuentro con mujeres cataríes. Lo sé: fue sólo una reunión casual y una charla casual que de ningún modo tapa lo que se sabe que pasa en materia de derechos humanos y de la mujer en este país.
Sólo pintó contar esos minutos. No es una defensa de nada. No es un ataque a nadie. Fue un momento. Un buen momento.
Muñequito cordobés
En el aeropuerto de Ezeiza, un escáner creyó que una pila mía podía ser un arma de destrucción masiva y demoró mi subida al avión de Iberia que partía hacia Madrid. Pero no hay mal que por bien no venga. Tensionado, encontré paz.
Estaba al frente de unos muchachos que empezaron a sacar chiches de su mochila. Les vi una Copa del Mundo de plástico, unos gorros copados con los colores celeste y blanco, y… un muñequito que parecía ser Maradona y que tenía el número 10 en la espalda.
Tensionado por saber si me dejarían subir al avión, escuché que tenían tonada. La inconfundible, la cordobesa. Y me les acerqué. Y sí, el “culiaaaaaa” nos salió a los tres del alma.
Eran Matías Mainero y Tomás Saharrea, ambos de Vicuña Mackenna. Pegamos onda. Y empezamos a hablar. Me mostraron una bandera que tiene a La Mona besando la Copa y a Maradona tomándose un tragazo de vino en caja.
Salió foto. Salió nota para La Voz. Y en la nota no soltaron el muñequito. “Es cábala, da suerte”, reconocieron con fe exagerada. Contaron que el muñequito fue un regalo de la novia de Matías. Y ahí, en esa espera en Ezeiza, me dejaron agarrar el muñequito. “Tomá, te va a dar suerte”.
Fue mágico: al toque me avisan que está todo OK con la valija. “Que vaya nomás”, se sintió. Y ellos me miraron como diciendo… “¡¿Viste, boló?!”.
Y por arte de magia, o por arte del muñequito, nos venimos encontrando en cada partido de Argentina, salvo el de Arabia Saudita, en el que no pudieron entrar el muñequito… Después sí pudieron hacerlo pasar y… en el gol de Messi a México se los ve a ellos “abrazando a Messi” y sosteniendo en una mano al muñequito.
Y este sábado volví a tocar el muñequito maradoniano. No sé cuánto seguirá ayudando a Messi y a la selección, pero a mí ese muñequito me viene ayudando un montonazo. ¿Suerte? La suerte de creer.
El etíope
Se llama Girum Seifu. Como muchos de ustedes, leí su historia en Infobae. Que unos amigos suyos hicieron “la poya” para pagarle el viaje a Qatar. Que es periodista. Que ama el reggae. Que está corto de plata y que está pasando las noches apretado en un departamento con otras personas. Que es de Etiopía, donde al fútbol no le prestan mucha atención, aunque con sus relatos en primera persona sí logra que la audiencia se cope un poco. Cuando él pasa por la sala de prensa, hay algo que se activa. Tiene una luz especial. Una suerte de magnetismo. Aunque siempre anda solo. Y suele irse lo más lejos posible del resto.
En la inmensa sala de prensa de Doha, este flaco de 45 años se sentó allá, en un rinconcito. Y lo fui a buscar. Me presenté. Y… piolazo. Un amor. Vi que tenía una compu como las netbooks que daba el gobierno argentino, a la que le faltaban un par de teclas por el maltrato que supone el trabajo de ser periodista. Cuando le dije mi nombre, me lo anotó en la tipografía etíope (así: ሴባስቲያን ሮጌሮ), mostrando respeto por mi curiosidad ante una letra ilegible.
Me contó que no está casado ni que tiene pareja. Tampoco “children”. Que sólo tiene tiempo para el trabajo, que es el periodismo y el reggae. Que le encanta andar todo el día con ese gorro y con la remera de Bob Marley. Que es un “rastaman”. Me mostró que debajo de la de Bob Marley tiene una chomba que le dieron del Mundial. Pero que a la de Bob Marley no se la saca nunca. Me mostró un video de cuadros que hicieron unos compañeros en su país para venderlos y que con lo recaudado él pudiera viajar a Qatar. Me preguntó si se escuchaba reggae en Córdoba. Le conté del cuarteto y que se escucha de todo. Se le pusieron rojos los ojos al decirme que nunca fue a Jamaica, “el” lugar del reggae.
Hablamos de fútbol. De Argentina. De Messi. De Maradona. De la hinchada. Tenía un café a medio tomar y no le importó. Él contaba. Le vi una lapicera que le dieron en prensa. Le vi un anotador también regalado. Lo que no le vi fue sentirse menos que nadie. Ni víctima. Ni héroe. Ni mártir. “Soy un privilegiado”, me dijo. Ufff. Maestro, Girum Seifu, ahora me lo digo a mí mismo: “Soy un privilegiado”.
La bici
Pasó el segundo día en Doha: era (y es) la rutina de levantarse temprano para ver qué mostrar de la ciudad. Ojos abiertos y predisposición a la sorpresa. Los edificios, las avenidas, la falta de perros, y esto y aquello. En esa intención desmedida que querer mostrar todo de todo y todo el tiempo es que mis ojos, tan entrenados en dramas cordobeses cotidianos, detecta a plena luz que había una bici solita al lado de la peluquería del barrio. Porque a la zona de Al Jadeda ya le digo “el barrio”… si está lleno de personajes. Como en barrio Colón, donde me crie. O como en barrio Avenida, donde estoy viviendo.
En esa misma jornada, regreso pasadas las 23 y veo a la bici en el mismo lugar. Y sin candado. No la tocaron desde la mañana. En mi mundo, eso es un milagro, y compartí la foto del día y de la noche en dos stories. Supuse que era algo ocasional. Y no. Paso cada día, atrapado en el hábito de salir a “querer mostrar todo de todo y todo el tiempo” y la bici siempre está. Sin atar. Otra vez me salió el curioso y fui. Estaban varios chicos de la peluquería sentados en las escaleras de ingreso al local. Pregunté, de pecho, quién era el dueño. Y ahí levantó la mano él.
Se presentó como Anojan Anoj (lo anotó él en mi celu). “Soy de Sri Lanka”. Charlando, le hice la ficha técnica. Tiene 25 años, hace tres que vive en Doha porque en su país tenía “problemas personales”. Cobra unos U$S 350 al mes. Trabaja todos los días cortando el pelo. A veces tiene un día libre. Es católico. No tiene pareja. Tiene en su país a mamá, papá y una hermana. Les manda plata cada mes. Vive en una pieza, a unas 30 cuadras de la pelu, con otras tres personas.
¿Y la bici? Le pregunté, claro. “Me la regaló un cliente porque le gusta cómo le corto el pelo”. “¿Es un catarí?”, le pregunté. Me devolvió un “no”, como diciendo “no hay forma”. Me contó que “son raros”. “Tienen cinco autos, tres esposas… lo único que yo tengo es esa bicicleta”, describió. Me puse en modo padre de hija mujer y le pregunté qué sueño tenía, qué quería para su vida. Me respondió que vive al día y que así es feliz. Que le encanta cortar el pelo. “Si tengo la bici para ir y venir, está bien”. Al ángulo, Anojan.
La mezquita
Mezquita en Doha. Grande, tan imponente como su nombre: Imam Muhammad bin Abdul Wahhab. Llego de jean y camisa negra. Y entran todos de blanco. Me dicen que está bien. Nahhh, no daba. Voy a un subsuelo. Pregunto si hay algo blanco. Un guardia se desvive por buscar ropa de mi talle. Grande para S. Chico para M. El “drama” de mi vida. Consiguen una pilcha que va. Y allá voy. A un templo de la religión islámica a ser curioso, a no cuestionar, a aprender.
El guía habla español. Y es crack. Muestra un árbol de profetas. Y explica lo del Corán. Y cada paso en el lugar da una paz indescriptible. AVISO: este posteo no tiene tintes religiosos. Es decididamente ingenuo. Por suerte, el español entiende esa ingenuidad y acepta un pregunta-respuesta del que surge esto.
“Las mujeres no son oprimidas, los matrimonios no son arreglados. Las mujeres deciden con quién se casan y pueden pedir el divorcio cuando quieren. En el momento del casamiento se le pregunta a la mujer y al varón si aceptan”. “Las mujeres pueden trabajar; y si trabajan, todo el sueldo es de su propiedad. El marido tiene la obligación de mantener a la esposa y a sus hijos”. “La poligamia está permitida porque en nuestra fe se tiene la certeza de que hay más mujeres que varones y que esas mujeres merecen tener la vida que da el matrimonio”. “El marido está obligado a dar un trato equitativo a todas sus esposas, que pueden ser cuatro”. “En Qatar, la costumbre es que los hombres usen ropa blanca; y las mujeres, la negra. Las mujeres pueden cortarse el pelo siempre y cuando no sea del mismo estilo que el corte de pelo de un varón. Los varones usan barba para distinguirse de las mujeres”. “Las mujeres se tapan porque la belleza no deja verse para proteger a la sociedad de prejuicios”. “Quien practica esta religión se pasa su vida sin tomar alcohol, porque su consumo lleva a malas acciones”. “No se consumen drogas”. “No están permitidos los juegos de azar”. “No hay nada contra los perros. Sí se cree que no es bueno que estén dentro de las casas”. Y así… En esa mezquita caminé el suelo más cálido y cómodo de mi vida. En esa mezquita me sentí chiquito ante la inmensidad de creencias que hay en este planeta.
Oro catarí
Tercera semana en Doha. Juan Vallejo, el notero de ESPN que la rompe en las previas de los equipos cordobeses, había conocido a Khalid. Fue en Souq Waqif, el lugar en el que la banda argentina hacía banderazos rutinariamente. Khalid era un catarí cromado. Alto, fachero, tan serio como simpático. Pegaron onda. Y si a un catarí le caés bien, le pinta la generosidad. Yo iba a dar fe de ello. “Venite a cenar a lo de Khalid”, whatsappeó Juan.
La casa estaba detrás de una torre futurista emplazada al lado del estadio Khalifa. Cuando pasé por la torre, pensé que me habían congelado como al Capitán América y me despertaron en 2098. Llegué a la casa. Había banderitas de los países del Mundial. Y unos camionetones. Me avisó Juan: “Boló, no vayas a pisar las alfombras con las zapas y dales la mano a todos”. Uh, me asaltó el pánico. Aunque duró nada. El “hello, my friend” venía con palmadas y abrazos. Mientras caminaba descalzo, me maravillé con una mesa majestuosa de comida. Khalid, el millonario anfitrión, sólo quería hablar de fútbol. Y lo hacía mientras unos sirvientes lanzaban a los invitados un humo sobre la cara (que era para las energías, contaron). Detecté en la mesaza una bandeja dorada. Dorada mal. Inocente/ingenuo fui hacia ella. “Esto es oro, culiaaaaa”, les solté a Fer Gazzano y a Fede Jelic, que estaban ahí. La golpeé como se golpea a una puerta. Lo hice dos veces. Ensayando el tercer golpe, sentí un frío en mi espalda. Y un dedo firme en un hombro me despabiló. Khalid, con cara de interrogador de peli de espionaje, se impuso con un “What are you doing?”. Me entregué: “¿Es oro?”. Khalid, literalmente, se cagó de risa.
Me explicó que era de un material local, pero que no, que no era oro. Le pasé la uña y ni se rayó. Me dio un vergüenzón y quedó ahí. Comimos, hablamos de Messi. Y había que irse. Llegó el Uber. Me calcé y encaré para la salida. Y otra vez el frío en la espalda… Y Khalid me tocó el hombro de nuevo, con cara de pícaro. Me dio una bolsa: “Llevate el oro”. Era la bandeja. Limpiecita. Más dorada que nunca. Pasó aduana. Está en Córdoba. Y ahí la tenemos con la @paoandreaalt. ¿Todo lo que brilla es oro? No, pero sí.
La Copa y el beso
Nunca creí en la “energía”. Acá, en Córdoba, está lo de la mufa, eso de creer que algo o alguien da mala energía. El “no mufés”. Pero allá, en Qatar, sí entendí lo de la “energía”. Me salían todas. Si en Doha había un Quini, lo ganaba. Era la energía. Después de Arabia, un peruano de la Fifa me dejaba tocar la pelota del Mundial en las conferencias. Un keniata me permitía agarrar el césped de la cancha de entrenamiento de la selección. Un ecuatoriano me ponía en TV antes del partido y yo pronosticaba que ganaba Argentina. Con Lubna y su familia de Omán, que eran arabezazazos, nos whatsappeábamos un “Vamos con fe”, así, en español, que funcionaba con mi hermano.
Llegó el 18-12. En la marea de gente yendo al Lusail, unos coreanos. Yo iba sudado con camisa (más) sudada y sin lavar, que me habían pedido que no lavara por cábala. A esa altura, cualquier #ElijoCreer servía. Y esos coreanos me agitaron con lo de la energía. Eran cuatro. Tres se ven en la foto del posteo, el otro no quiso. Llevaban una réplica de la Copa. Era magnética. Quería besarla. De una. Busqué excusas para no. Me preguntaron por qué no. Les conté eso de la mala energía. No entendieron. Lo de la mufa no existe en su cultura. Y me miraron a lo “no seas boludo”. Me metieron el pecho: me pusieron la Copa en las manos. Y salió video para La Voz con un beso a la Copa, entre lindito y a la vez nervioso.
Igual, sentí que me había echado un mocazo. Me maltraté en cada gol de Mbappé. Pero pasó lo que pasó. Campeones. ¡La energía! Había 90 mil personas en el estadio. O sea, era un milagro volver a encontrarse con alguien. Pero… la energía… En la tribuna, en medio del éxtasis, de frente los coreanos. Nos abrazamos como amigos borrachos en una madrugada goleadora de boliche. El que antes no quiso salir en la foto ahora sí posaba con la Copa; y, a sus espaldas, Messi llevado en andas. Los otros coreanos ahora me miraron con el gesto de “¡¿viste, boludo?!”. Me perforó. Y, como horas antes, me pusieron la Copa en las manos: salió la foto y un besazo al trofeo. ¿Moraleja(s)? Hay besos inevitables. Y siempre tiene más fuerza la energía del “pensemos que sí”. Siempre. Graciavó, Corea.
La red del Lusail
Estaba en la zona mixta del Lusail. Venía Messi de frente. El capitán ya había perdido las ojotas. Los jugadores venían cantando en modo tsunami, llevándose puesto todo: cartelería, periodistas, protocolos. Venía Messi. Y activé el video. Pasó Messi con la Copa. Yo estaba a un estirón de brazo de tocarla. Claro que no era el único filmador en el lugar y el barullo nos superó a todos. Messi (y su banda) pasó. Se fue. Se esfumó del Lusail en medio del éxtasis. Lo que quedó fue el vacío. Eso que llena el pecho de nada, eso que queda en el tránsito del mucho a poco, que angustia. Intentando reactivar la adrenalina, voy por un imposible: meterme al campo.
Me hago el distraído, agacho cabeza cobardemente. Los controles ya no controlan. Terminó el Mundial. Y paso de una. Camino el césped. Me pintó arrancar un poquito de ese pastito. Me reprimo. Lo hago y me arrepiento. Tomo un poquito. Nadie lo hacía y me sentí observado. Voy por otro imposible. El vestuario de Argentina. Sin mirar fijo a nadie, me meto. Sin disimular, abrí locker por locker esperando un milagro: que Messi y los suyos se hayan olvidado algo, alguito, un suvenir. No había nadita.
Me siento en tierra santa: estoy en el vestuario campeón del mundo. Video, foto y chau. Otra vez al césped. Allá, en el arco del penal de Montiel, un tumulto. Un hombre tiene una tijera y es racional en lo irracional. Administra quién corta lo que queda de esa red y qué tamaño de red corta. Espero mi turno en paz. Me llevo lo mío. No dimensiono el valor de la red. Mi hermano me whatsappea: “¡Culiao, tenés un pedazo de historia en tu poder!”. Quedó en la mochi. Y me fui lagrimeando con un abrazo a mí mismo en esa soledad del Lusail. Seguí trabajando bajo emoción violenta. Seguí para adelante. Sigo para adelante. Pero veo que es 18 y veo a esa red en la pared de mi casa… Y caigo. Me rindo. Lo admito. Esa red me tiene… me tiene atrapado a Qatar. Pasaron dos meses y tengo la certeza de que no se me pasará nunca.
World champion
Lunes en Qatar. Salida del hotel. Recepción y el primer “Hi, World Champion!”. Lo dicen los muchachos que conté en otro posteo. Y yendo al metro, pasa de nuevo… “Hi, World Champion”, se siente desde la pelu en la que está el chico de Sri Lanka que siempre deja la bici afuera sin atar y nadie la toca. Y se repite en la imprenta de la otra cuadra, donde está la banda pakistaní que se juntaba a ver los partidos del Mundial y cuyos integrantes eran todos laburantes de clase baja que tenían una generosidad sin igual. Y me saluda el carnicero. Y el de la gomería. Y el cajero del súper. Puñito. Guiño. Palmada. Hacen lo mismo los del bar indio en el que comen con las manos. “I told you, Seba, ¡World Champion!” (“¡Te lo dije, Seba, campeón del mundo!”).
Los vecinos del barrio Al Jadeda me hicieron sentir un World Champion. Ya me sentía un World Champion sacando el celu en la calle sin temor a que alguien me fuera a cortar la mano para arrebatármelo. Ya me sentía World Champion cada vez que pedía una ayuda y nadie me ventajeaba. Ya me sentía World Champion cuando iba en el metro y unos nenes cataríes me prestaron un turbante y se mataban de risa en nuestra charla sobre el fútbol y la vida tan distinta que llevamos. Y así.
Me sentí World Champion con un grupo de amigos periodistas. Y conociendo hinchas adorables: el de Líbano que hacía jueguitos, Lubna de Omán, el Spiderman de Palestina. También lo sentí al ir a comer a la casa de Khalid, donde todos eran millonarios que tenían una generosidad sin igual. Los obreros generosos y los ricos generosos. Se puede ser buena gente con y sin dinero. Y es más fácil ser buena gente que no serlo. Y en Qatar contacté buena gente. Me di con buenas experiencias. Con la charla con las mujeres cataríes, divinas de personalidad, atentas y dispuestas a responder lo que les preguntara sobre su vida. Con hinchas de Bangladesh: si sos argentino, sos celebridad. Me despedí de todos, les dije que yo no juego, que campeón del mundo es Messi. No quisieron entenderlo, siguieron con el “World Champion” entre risas. Les sigo la corriente y posteo la foto con la Copa. Pero el “World Champion” es para ellas y ellos.
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