La Voz del Interior @lavozcomar: El chico del sombrero blanco

El chico del sombrero blanco

Uno de mis primos se parece al asesino serial John Wayne Gacy. Tiene la misma cabeza redonda, ojos rasgados, labios imperceptibles y un mentón que se confunde con la papada. Si bien hace años que no nos vemos, sé cómo han evolucionado sus rasgos, porque fue víctima de un incidente violento que se difundió por televisión y que reprodujeron varios portales de noticias.

Estaba trabajando de médico en un servicio de urgencias, lo llamaron para atender a una mujer que se había descompensado, acudió lo más rápido posible, pero cuando llegó al departamento comprobó que la mujer ya estaba muerta, fulminada por un paro cardíaco. Avisó a los familiares que se encontraban en el lugar y se quedó calmando a la hija de la mujer, que sufría un ataque de nervios.

Un rato después apareció el yerno de la fallecida y le pidió a mi primo que le firmara el certificado de defunción. Mi primo se negó: no podía firmar nada; no estaba autorizado. Discutieron. Mi primo retrocedió desde la puerta del departamento hasta el borde de las escaleras, mientras el tipo avanzaba hacia él gritando e insultado, en medio del llanto de su esposa y del gélido estupor del resto de los familiares.

Todo terminó con mi primo rodando por la escalera hasta el piso de abajo, donde quedó tendido e inconsciente. La única foto del episodio que se conserva en internet muestra a mi primo acostado en la cama de un hospital, hablándole al micrófono de un canal de noticias.

Basta esa imagen para comprobar que tiene un aspecto de gigante bueno, al que sólo un disfraz de payaso podría volver siniestro.

Precisamente, John Wayne Gacy es el culpable de que los payasos se transformaran en personajes de películas de terror. Cuando actuaba en fiestas infantiles, se pintaba la cara de tres colores: rojo para los labios, azul para los ojos y blanco para las mejillas, la papada y la frente. Esos colores se repetían en los tres pompones que coronaban el birrete y también en el traje inflado que lo hacía verse como una bandera de los Estados Unidos estampada en un globo aerostático.

Gacy era un activo militante del partido Demócrata, y tal vez los colores que lucía cuando se presentaba como Pogo el Payaso eran una exhibición de su fe patriótica, una manera retorcida de identificarse con su país.

Sin embargo, no hay evidencia de que se haya vestido de payaso para cometer sus crímenes, de modo que la asociación entre su disfraz y su perversión corresponde más a la fantasía que a la realidad. Podría objetarse que las fotos forenses del interior de la casa de Gacy muestran cuadros de payasos en las paredes de todas las habitaciones. La pregunta es si esos cuadros nos parecerían tan aterradores en caso de que no supiéramos que en el subsuelo había 29 cadáveres enterrados.

El hecho de que durante los años que pasó en la cárcel hasta que lo ejecutaron no se cansara de dibujar payasos tampoco es un argumento válido. Debe interpretarse como una forma de publicidad autorreferencial, su propio negocio minorista en la feria de atrocidades.

Ninguna cara es única

El parecido entre Gacy y mi primo se me reveló cuando estaba mirando un documental sobre asesinos seriales en la computadora. Fue una asociación vertiginosa, un relámpago mental. Pausé el video y me quedé frente a la imagen congelada del asesino no sé cuánto tiempo.

El relámpago duraba. Ya no estaba sólo en mi mente. Estaba fijo en esa superficie pixelada de la que no podía desviar los ojos. Por más que fuera un primer plano absoluto, tenía el efecto hipnótico de un abismo, una profundidad que me absorbía la mirada y me dejaba paralizado ante la evidencia de que los rasgos de Gacy no eran exclusivamente los rasgos de Gacy, sino también los de mi primo.

Todos sabemos que ninguna cara es única. Todos sabemos que existen gemelos de distintas edades y de distintas épocas, descendientes de familias que no pertenecen al mismo árbol genealógico. Son semejanzas estructurales, repeticiones morfológicas, indicios de que la variedad de la naturaleza es limitada y de que genera arquetipos involuntarios.

Yo también lo sabía. Pero en lugar de ver una coincidencia entre la cara de Gacy y la de mi primo, veía una identidad duplicada. La similitud no se reducía a una superposición de facciones. Era una asimilación mutua que los conectaba a través del tiempo y del espacio y los hacía resplandecer como una aparición.

También había algo más, más extraño, más oscuro, velado por el fulgor de la pantalla de la computadora; algo que se prolongaba hacia un fondo imposible y producía un efecto de profundidad.

No pude reconocerlo hasta que desde ese fondo emergió un chico con un sombrero blanco en la cabeza. Debía de tener 11 o 12 años. Era muy alto para su edad, con la estatura de un adulto.

Detrás de su figura iban materializándose otros elementos de un escenario que resultó ser la casa de mi familia en la década de 1970. Una construcción aún incompleta, que tenía dos dormitorios, una amplia galería y un lavadero, pero que en el sector asignado al living, a la cocina y a un tercer dormitorio apenas mostraba la base de los cimientos y el contrapiso devorado por los yuyos.

Una vez que se definieron el lugar y la época, apareció un segundo chico, bastante menor que el primero, vestido con traje y moño en el cuello, lo que parecía incompatible con los canastos llenos de ropa sucia y las manchas de humedad del lavadero. No había nadie más en la casa.

El mayor de los chicos apuntó con el dedo índice a la frente del menor.

–Pum.

El menor tragó saliva, cerró los puños y se quedó quieto.

–Te maté –dijo el mayor–, tenés que caerte.

El menor negó con la cabeza.

–Ahora.

El menor volvió a negar con más fuerza.

–¿Cómo que no?

El mayor hizo un gesto con las cejas y siguió hablando en voz baja, para sí mismo, como si el menor ya no existiera:

El menor no contestó.

–Te estoy preguntando: ¿cómo que no?

–No sé.

–Bueno, ahora vas a saber.

El mayor fingió que cargaba otra bala en el revólver de su mano. Volvió a apuntarle a la cabeza al menor y dijo:

–Pum.

El menor se desplomó.

El malo

Esa era la clase de poder que yo ejercía sobre mi primo cuando éramos chicos. Podía obligarlo a que se tirara al piso del lavadero aunque estuviera vestido con el traje para ir a misa. Podía hacerle cualquier cosa que se me pasara por la cabeza. Sin embargo, yo no era un chico malo: tenía buenas calificaciones, hacía los mandados sin rezongar y no me peleaba con nadie.

El malo era el chico del sombrero blanco.

Un detalle revelador: el sombrero llevaba escrita con lápiz una S mayúscula. Era la inicial de la palabra “sátiro”, que en aquella época condensaba todas las perversiones imaginables. Cuando me ponía el sombrero con la S, dejaba de ser yo y me transformaba en mi hermano gemelo maldito.

Pero por más que excave hasta el fondo de mi memoria, no consigo recordar qué sentía en los momentos en que acosaba a mi primo. Nada: mi mente se queda nula, sondeando en el vacío. Supongo que por ese motivo puedo ver la escena desde afuera, más como un testigo que como un protagonista, y vincularla con los asesinatos de Gacy.

En 1976 o 1977, yo no tenía la menor idea de que existían los asesinos seriales ni de que en Estados Unidos había uno que se disfrazaba de payaso. Gacy, por supuesto, tampoco tendría la menor idea de que en un pueblo del interior de la Argentina un chico de 6 años parecido a él era martirizado por otro chico de 11 años.

No obstante, pese a esa ignorancia mutua, el día en que pausé el video del documental y me quedé mirando fijo la imagen pixelada, supe que había una conexión entre ambos mundos. Allá un joven era atado en una cama y estrangulado; acá, un nene era sometido a tormentos similares, aunque reducidos a la escala de un juego. Una cosa compensaba a la otra: en un lado, Gacy era un verdugo; en el otro, una víctima.

La prueba de que esa conexión siguió activa después de la ejecución de Gacy es el episodio que vivió mi primo como médico del servicio de urgencias. Estoy seguro de que cuando retrocedía desde la puerta del departamento hasta el borde de la escalera, no veía al yerno de la difunta que lo insultaba y le gritaba sino al chico del sombrero blanco que le decía: Te maté, tenés que caerte.

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