La Voz del Interior @lavozcomar: Cuando se apague todo: un final de ciclo, una despedida y una certeza

Cuando se apague todo: un final de ciclo, una despedida y una certeza

Se terminó. Miro desde lejos, como si tratara de no estar cerca del lugar de los hechos, pero es imposible abstraerme del desfile de emociones que se dibujan en el horizonte de ese largo galpón que se extiende entre La Cañada y la calle Belgrano. Es viernes, todavía falta un rato para la medianoche, pero la carroza espera en pleno barrio Güemes, de la capital provincial, ya lista para convertirse en calabaza.

Después de casi ocho años y quién sabe cuántos shows (en algún momento los contaba, en la pandemia perdí la costumbre), este es el último. De ahora en más, la incertidumbre de lo nuevo, el espacio vacío. “Todo lo que hicimos”, como dice la canción del mismo nombre que tantas veces he escuchado a un costado del escenario. “Todo lo que aprendimos”, me permito reformular, mientras pienso en lo que fue y ya no será. Mientras todo ese flujo de vivencias y recuerdos se convierten en esto.

“Tengo una banda, pero no toco ni canto”, decía hace tiempo mi amiga Rocío, alguien que quizá sin saberlo tiene mucho que ver en esta historia. Se refería a Lautremont, un proyecto en el que ella era el “tres para un par perfecto” y que apuntalaba desde su computadora en todo eso que no sucede ni en un escenario ni en un estudio de grabación. Con el tiempo, la entendí a la perfección.

“Tener” una banda es abrazarla, quererla, repensarla permanentemente, cuidarla incluso en esos momentos en los que nada parece tener sentido. Eso viví en primera persona con Valdes, a esta altura el proyecto artístico/laboral al que más tiempo le dediqué en toda mi vida. Un dúo pop que seguramente quede en la memoria emotiva de unas cuantas personas aquí y allá, pero que para mí siempre será ese lugar en el que todo, incluso lo más impensable, podía llegar a ser posible.

Un instante decisivo

A mediados de 2016, mientras integraba el staff del programa Cualquiera, en Radio Sucesos, hicimos una serie de fiestas por los entonces 15 años del histórico magazine cultural nocturno de CJ Carballo. Esa fue la primera vez que compartí un camarín con Edu y Pancho, que ya comenzaban a generar comentarios y cuchicheos por algo que era más que evidente: en sus shows y en sus canciones, algo distinto pasaba.

Los había visto un par meses antes, cuando debutaron por partida doble en Club Paraguay, días después de sacar su primer disco. Había sido una jugada arriesgada y brillante, sobre todo adelantada a su tiempo. Se habían presentado con Bailar sola, un hit que nunca dejará de florecer y que escuché por primera vez en forma de estreno radial, como se hacía antes. Después habían lanzado Brillar y finalmente habían publicado su primer disco homónimo (que en la tapa tenía un CD dentro de otro). Todo eso antes de siquiera tocar una nota arriba de un escenario. Y cuando lo hicieron, solo ellos dos y en el familiar contexto del festival del sello Discos del Bosque, otra historia se puso en marcha.

Con temas como Únicos en el mundo o Nada más, el dúo fue una revelación instantánea, una especie de conjuro en forma de canción (como Ven hacia mí). La guitarra de Edu, su aura spinetteana y virtuosa; el carisma, la presencia y la voz de Pancho; la conjugación de esos dos mundos supuestamente contrapuestos pero íntimamente conectados. Todo eso, además, sintetizado gráficamente por Romina Alterman, pieza fundamental en la identidad de este dúo de hermanos fanáticos del animé y de los estribillos.

Esa noche en Casa Babylon, la que anticipó todo lo que vino después, no fue fácil para ellos. Tocaron incómodos, sonaron desarmados, pero así y todo dejaron en el aire esa sensación que envuelve a los grupos que están empezando a pedir pista. Venían de universos musicales muy distintos y de proyectos varios.

Yo conocía a Pancho como el histriónico cantante de Cintia Scotch. Éramos amigos de la música, habíamos tocado juntos y también él había participado de mis primeros eventos como productor. A Edu, que venía del jazz y de ser un respetado sesionista, no lo conocía más que por su nombre. Apenas lo había visto como guitarrista de la banda Nardos y luego junto a Juan Ingaramo. Era una incógnita.

Días después, Pancho me escribió y me propuso que nos juntáramos a hablar. Estaban buscando un mánager y quien era su primer candidato les había sugerido que hablaran conmigo. Yo todavía estaba muy lejos de abrazar ese rol como mi lugar de pertenencia. Me gustaba producir shows, programar ciclos y cruzar bandas: generar contextos para que sucedan cosas.

Había una semilla gestándose, y con Telescopios, otro querido grupo cordobés para el mundo, ya venía cumpliendo algunas funciones de representante. La propuesta de Valdes fue el detonante para animarme a asumirlo.

Vuelvo imaginariamente a la conversación con mi pareja en los momentos previos a mi decisión y todavía puedo sentir el impulso que me llevó a tirarme a la pileta.

Nostalgia del futuro

Siete años y cinco meses más tarde, estamos nuevamente en Club Paraguay. La sala ya no está en el ex-Abasto, sino en una de las zonas más concurridas de la ciudad. Afuera esperan unas mil personas que quieren ver a Valdes en su last dance. Será un show de dos horas y 26 canciones, coreado prácticamente por casi todos los presentes de principio a fin. “Una película”, pienso cuando veo todo sucediendo.

Entre el público y en el backstage, hay algunas personas que estuvieron en el debut de marzo de 2016. También muchas que se fueron sumando en el camino durante estos años. Podría intentar reflexionar sobre los efectos de las cosas que hacemos, pero sólo me voy a limitar a comentar la satisfacción que me genera ver a un grupo humano compartiendo y ejecutando un objetivo artístico. Es uno de los mayores subidones que existen. Observar –un pie afuera y otro adentro– ese funcionamiento en marcha, con sus engranajes aceitados y en modo orquesta, me emociona en silencio.

En estas últimas semanas, cuando el final de la banda era ya algo irremediable y hasta deseado como fin de ciclo, pensé mucho en algo que después les repetí a varias personas, cercanas y no tanto. “Nos vamos en el mejor momento”, fue la frase que lo condensó todo. Creo que eso resume lo que Valdes siempre significó para mí: desafío e inquietud, nunca comodidad.

El final

Algo de todo eso se me cruza por la cabeza cuando intento sortear eso que es inevitable, el final. Estoy en el puesto en el que se venden (se liquidan, más bien) las últimas remeras y bolsas de tela con el nombre de la banda. La multitud se dispersa. Saludo a grandes amigos, a conocidos de largo tiempo y a gente que no reconozco a primera vista. Hay chicos y chicos que parecen adolescentes para mis ya no tan jóvenes 36. Muchos crecieron y se convirtieron en personas junto a la música de Edu y Pancho. “No conozco a nadie y me encanta”, me comenta un viejo confidente del entretenimiento nocturno de “la Docta”.

Pasan las horas y todo se encadena. Terminamos, brindamos, festejamos, guardamos, sacamos todo, volvemos a guardar, nos instalamos en la casa de Mati (el baterista) y compramos fernet y gaseosa. Bailamos, nos abrazamos, nos olvidamos por otro rato de lo que nos llevó hasta ahí. Todos lo sabemos, pero es difícil ponerlo en palabras. “Son cosas del pasado que no pudimos nombrar”, dice otra canción que resuena especialmente en esas horas.

Con los días, todo empieza a acomodarse pese a la extrañeza. Lo hablo con Tomi, el socio y hermano que también me dio la banda. “Valdes fue una escuela”, me suelta en un audio en el que ambos volvemos a celebrar un final inmejorable. Algo de eso hay porque Ampi, la tecladista, define su experiencia en la banda como “haber ido a la universidad de la Música”.

Eso también vuelve de una u otra forma en las palabras de la gente cercana que trabajó junto a nosotros en diferentes momentos de este viaje. Más allá de cualquier otro logro musical, la certeza de haber creado una pequeña comunidad –algo así como un ecosistema autosuficiente en sus propios términos– es palpable. ¿Es, acaso, la sensación que antecede a ese fundido en negro y a la palabra “fin” en el cierre de esta película imaginaria? ¿Vale colgar el cartel de “continuará”?

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