Las páginas perdidas
Hace años, cuando fui a Buenos Aires a presentar uno de mis libros, me dí el gusto de visitar algunos negocios de antigüedades, que son mi debilidad.
Recuerdo que, con mis amigos, entramos a una casona de San Telmo que albergaba una feria, y alrededor de un enorme patio donde reinaba un jacarandá, entré a uno de los cuartos donde había toda clase de objetos: cacharros de plata o latón, un candelabro art-nouveau que aún conservo, una tetera, una lechera, una azucarera y una jarra de los juegos de té de los ferrocarriles que separé de inmediato.
Absolutamente encantada, me puse a revolver en una caja llena de libros, revistas y de láminas atadas con cintas. Muy atenta, una de las dueñas me mostró algunos pergaminos interesantes, entre los que distinguí cosas posiblemente auténticas e imitaciones de páginas de misales pintadas a mano, sin intención de engaño.
También hallé –y compré- una reproducción que siempre quise tener de La porteña en el templo, de Monvoisin, además de un libro de Walter Scott, de edición centenaria que, al rescatarlo del fondo, hizo caer al suelo un rollo que me pareció bastante antiguo; al levantarlo, noté la tinta añeja, la letra colonial, que no me pareció imitada, y comencé a leerlo. Era parte del acta de un juicio por envenenamiento pero, sin las primeras y las últimas páginas, lo escrito no tenía sentido, por lo cual de inmediato nos pusimos a buscar entre los papeles las hojas que faltaban, pero no las hallamos.
Aun así, la compré y volví a casa contentísima y al abrir las valijas, llevé el libro de Scott a mi mesita de luz y saqué aquella página que había resguardado dentro de una revistas de 1890, de gran formato, que me había regalado la dueña del negocio.
Esa noche, descansada, me senté a leer el texto, ayudándome con otro libro adquirido al menos veinte años antes, sobre las Ciencias y artes relacionadas con la lectura: era una obra de 600 páginas y los últimos capítulos estaban dedicados a la interpretación grafológica, con ejemplos en facsímiles de escritura en español de diferentes épocas.
La lectura era ardua, pero entendible, y comencé a transcribirla al lenguaje actual: resultó ser el acta de un juicio, como me había parecido. No citaba el lugar donde se llevaba a cabo, ni el nombre del o de la acusada, sino que más bien se explayaba sobre los medios por los que se había envenenado a alguien.
Y mientras descifraba aquel manuscrito, recordé una novela que había comenzado a escribir hacía años, a cuya protagonista, Ana, pensaba convertir en asesina. Ambientada en la segunda mitad del Siglo XVIII, en Córdoba, entre sus personajes destacaba un sacerdote que sería el receptor de los pecados de Ana, a quien el secreto de confesión le impediría denunciarla.
Todo se complicaría con la expulsión de los jesuitas, pues éste debía partir hacia Europa, con sus compañeros de exilio, sabiendo que dejaba atrás a una asesina que podía reincidir, y nadie la descubriría.
Había dejado de lado aquella novela debido a que, luego de los primeros capítulos me detuve porque no sabía qué tipo de asesina iba a ser Ana. ¿Era de aquellas mujeres que conseguían que otros mataran por ella? ¿Los que la amaban, cometían asesinato para protegerla – era víctima de abusos – y Ana lo ignoraba? Ella, ¿los instigaría sutilmente, o se haría cargo del crimen?
Tenía yo, además, otro problema: el método y los medios que usaría. Por esas preguntas a las que, de momento, no encontraba respuesta, guardé las hojas escritas a máquina y me dediqué a mis otras novelas. Cada tanto, leía lo escrito y aunque me gustaba, sentía que me faltaban piezas para encontrar “la figura en el tapiz”, como decía Henry James.
Pero de pronto, mientras “traducía” aquel juicio, comprendí que era hora de desenterrar las páginas de Ana y darles una nueva vida. Así nació Sierva de Dios, ama de la Muerte, cuyo título tuve que cambiar a El Jardín de los Venenos cuando se editó en España, pues allí acababa de aparecer la biografía de una monja cuyo título comenzaba también con las palabras “Sierva de Dios…”.
Pero Ana era un nombre demasiado dulce, y así mi heroína se convirtió en Sebastiana, uno de mis personajes más queridos y, sin duda, el más complejo de todos.
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