Sol Aliverti y un libro influido por el I Ching: “Hay momentos que inauguran una forma de ver el mundo”
Hay libros que felizmente no pueden reducirse a una sinopsis, un género, una tendencia de moda, porque la sencilla ambición que se proponen es contenerlo todo. Sol Aliverti (1982) recurrió a la impersonalidad adivinatoria del I Ching para componer El gran río, su primer libro que sigue a una reconocida trayectoria en el campo de la crónica, dando creación a un contenido universo de mosaicos misceláneos que la reflejan.
La infancia, la familia, las amistades y los amores, el peronismo y el radicalismo, animales e insectos, personajes como Manabu Mabe, Alan Turing, Osho, Buda y Jesús se activan en las azarosas entradas que dictan los hexagramas milenarios del oráculo oriental. El resultado es un yo que inevitablemente deviene forma, se acepta libro, se espeja en narraciones, aforismos, reflexiones y recuerdos sensibles enmarcados en un misterio mayor. La contratapa de Daniel Guebel signa acaso un diálogo generacional provechoso, la posibilidad de expandir un interrogante cósmico que estuvo siempre presente en la mejor literatura argentina.
Aliverti fue finalista reciente del premio de no ficción del Festival Desmadres por una contundente crónica en la que narra la muerte de su hermano en La Falda por un accidente en moto, hace ya muchos años, que marcó un sacudón para el despertar a la escritura. Ese hecho se reinventa en El gran río, donde oficia como iniciático punto de partida bajo el lema del hexagrama 63, “Después de la consumación”.
“Ese es el anteúltimo hexagrama del I Ching, donde el tiempo marca un cambio de estado para el surgimiento de algo nuevo –explica Aliverti–. La imagen del I Ching hace explícita en el cruce de un río, cuando es vital para el éxito de la travesía no mirar eso que se dejó atrás y que en algún punto ya no existe. Ese es el momento en el cual cruzamos las grandes aguas. Toda vida tiene momentos que inauguran una forma de ver el mundo, que quiebran la linealidad y obligan al paso, al momento en el que tenemos la certeza de que nada va a ser igual. El dolor suele tener esa precisión: muchos relatos que nos contamos tienen que ver con esa travesía. La mayoría de las veces nos preguntamos qué hicimos con un dolor, no qué hicimos con una felicidad”.
Y sigue: “La experiencia de la muerte, como evento inaugural, llegó muy temprano a mi vida con la muerte de mi hermano. Pero ese momento tiene un tiempo limitado dentro de la travesía. Al hexagrama 63 le sigue el 64, ‘Antes de la consumación’, que es el que concluye el libro. Que esto sea así es alentador: existen los cierres, los despojos, los cruces sin retorno porque a un paso de eso están los inicios. No es optimismo, es la lógica de los ciclos. Esa tragedia deliberadamente tiene que ocupar un espacio acotado, ser una experiencia más dentro de la corriente de experiencias. La muerte, aunque parezca que ocupa la totalidad de nuestra narrativa, tiene que ocupar el lugar que le toca entre otros relatos posibles que inauguran otras cosas, como el amor, el asombro, la felicidad, la ternura”.
¿Qué llevó a la autora a usar el I Ching como disparador, tal como lo supo emplear alguna vez Philip K. Dick en su emblemático El hombre en el castillo? ¿Qué permitió ese proceder? “Cuando empecé a escribir El gran río, estaba haciendo un posgrado de Teoría Analítica en la fundación Jung de Córdoba. La visión junguiana respecto a lo creativo implica descanso y apertura, por un lado, y un criterio de estructura que no depende de la voluntad de quien ejecuta la tarea. Jung lo dice textual hablando de los poetas: ‘Su convicción de actuar a instancias de una creación absolutamente libre sería una ilusión de su consciencia: cree nadar, cuando le arrastra una corriente invisible’. Esa definición acierta: ¿quién crea cuando creamos? O ¿qué parte nuestra está activa cuando eso sucede? En un sentido fue provocar las olas y que la corriente vaya trayendo el material para escribir. Provocar el azar también posibilitó no tener que pensar si lo que escribía era cuento o ensayo o crónica. Es un libro de todo eso y quizás pensarlo así ni siquiera importe. La experiencia de escritura, la voz de esa corriente es lo que importa”, responde Aliverti.
Mundos propios
–Fuiste dos veces becaria de la Fundación Gabriel García Márquez, publicaste crónicas en diversos medios y ganaste algunos premios dedicándote al género. ¿Cómo decanta el periodismo en “El gran río”?
–El periodismo me dio licencia para salir al encuentro con un otro diferente a mí. Siempre creí que con el periodismo podía conocer y habitar mundos que no son los míos. Lo que siempre me atrajo de la crónica es que tiene un registro que hace que lo que configuramos como real tenga matices más interesantes. Hace de lo pequeño, del gesto, de la historia corriente, un relato mayor, un encuadre que otorga sentido, es un redescubrimiento de lo real con un nivel de inmersión profundo. Es un género que necesariamente también pide un cuerpo a cuerpo con lo narrado y hace que salgamos de nuestro “propio mundo”. También brinda herramientas valiosas para escribir. Pero la crónica exige que la verdad (si me permito usar esa palabra) y lo real operen por correspondencia: en eso que escribo, por la misma convención del género, no debe existir la mínima invención, ningún desvío del dato. Eso que cuento debe ser real en esos términos. Es justamente esta exigencia la que sentí que no podía cumplir cuando empecé El gran río, pero no porque no quería estar pendiente de esa exigencia, sino de ninguna que definiera si lo escrito cabía dentro de tal o cual género. Quería estar inmersa en un relato sin la exigencia de ser exhaustiva, explicativa. La escritura para mí es el cauce mayor, las grandes aguas donde todo confluye. En la crónica, en cambio, tengo que organizar datos, testimonios, notas, imágenes. Es un ensamblaje permanente. Lo único que quise organizar en este libro es un método de juego con el azar.
–Buena parte de “El gran río” ocurre en una La Falda que nunca se nombra.
–No hay lugar exacto para la memoria. Eso que narro no sucedió allí, sino en la construcción que hago de ese allí. Es, en algún sentido, una fabulación. Por eso me cuesta pensar en los lugares de los relatos bajo criterios geográficos, no intento allí ningún rasgo idiosincrático, sino la sensación que se tiene al habitar ciertos lugares. Volver a esas tierras implica el registro de un “tono” vital, y creo que el tono del lugar donde nacimos nos acompaña siempre. Es un perfume. La omisión de nombres y de geografías es deliberada también como intención de una posible forma de lectura. Como lectora no me interesa que me sitúen, que sean específicos. Paradójicamente, como periodista, no me interesan los datos, los olvido, no les presto atención. Sí me interesa el perfume de ciertos lugares, de las experiencias. El dato que me interesa se parece más al efecto que deja la pintura que a la técnica con la que fue ejecutada o al artista que la ejecutó.
Presentación. El gran río (editorial Borde Perdido) se presenta el viernes 6 de octubre, a las 20, en Puerta 276 (Tucumán 276). Acompaña Mary Calviño. Entrada libre.
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