La Voz del Interior @lavozcomar: Nuestro propio deporte

Nuestro propio deporte

David me miró desde arriba, una vez más, y no tuvo que decir nada. Esperó mi señal, también un gesto silencioso, y la dejó caer. La llave, envuelta en un repasador de cocina y a su vez asegurada con una bolsa de plástico, demoró menos de un segundo en recorrer esos casi 10 metros entre la ventana del tercer piso y la puerta de calle.

Cerré mis dedos justo en el instante en el que el bodoque estaba a la altura indicada para que quedara atrapado en mis manos; ni antes ni después. Había aprendido a identificar el instante, como esos tiradores que saben en qué momento tienen que disparar para alcanzar un objetivo que se mueve.

Durante los últimos tres años, esa secuencia se había convertido en un santo y seña de mi llegada a esa casa. Y como sucede en casi todos los ámbitos de la vida, la práctica hace al maestro: el índice de atrapadas se había vuelto casi perfecto con el correr de los meses.

Ese día, la ceremonia se sintió más incorporada que nunca. Cuando tuve el paquete entre mis manos, saqué la llave y abrí la puerta con sensación de triunfo. Ahí recién me di cuenta de que ese juego ya no sería igual. En realidad, ya nada lo sería: era el comienzo del fin. Ese chispazo de realidad en el que la sensación de “esta es la última vez que vamos a hacer esto” invade el cuerpo y lo atraviesa todo por completo.

Después de años de rutina en la que cada acción repetida parece intrascendente, llega un momento en el que una mudanza lo resignifica todo. Incluso eso que, sin darnos cuenta, hicimos carne.

Dos viajes

Poco antes de la pandemia, viajé al nordeste de Brasil para unas vacaciones largamente esperadas y para un encuentro que poco antes me parecía ilusorio. David, uno de esos amigos que llegan para quedarse en el momento menos esperado, había decidido instalarse allá; y seis meses después, contra todo pronóstico, me explotó en la cara la posibilidad de volver a verlo.

En febrero de 2020 compartimos algunos días en Pernambuco, en ese paraíso llamado Porto de Galhinas. Convivimos una semana en la que nuestra mayor preocupación fue elegir qué playa visitaríamos. Fue idílico y, como todo lo delicioso en la vida, duró un suspiro. Mientras me acercaba al aeropuerto de Recife, con la despedida todavía fresca, mi intuición me decía que no iba a volver a verlo en mucho tiempo.

Un mes y medio más tarde, sin embargo, David volvió a las apuradas en uno de los últimos aviones que cruzaron la frontera antes de que se cerrara todo por el Covid-19. De repente, la incertidumbre y la tragedia también podían tener una consecuencia positiva para los afectos. Después de una estadía en las sierras y de algunos cambios de planes dentro de otros cambios de planes, el amigo expatriado volvió finalmente a Córdoba y se instaló a pocas cuadras de casa.

Lo curioso es que, con ese simple acto, se terminó de constituir el preámbulo de uno de los grupos humanos más especiales que haya tenido la suerte de integrar.

La comunidad

Llegamos a la zona de Providencia-San Martín de manera escalonada, sin planificarlo demasiado. Iñaki fue el primero, en su histórico departamento de la Bialet Massé. Después fue mi turno junto a Bahía, del otro lado de la Castro Barros. Más tarde se sumaron Nico, Javi, Santi, Cotty y Lu. Algunos de esos nombres pasaron por ahí circunstancialmente. Otros echamos raíces.

David se sumó a la comunidad en un momento muy especial. Aunque el encierro estricto ya había quedado atrás, todavía estábamos en 2020 y el Covid lo gobernada todo. Durante esos meses, y antes de que Santi zarpara definitivamente rumbo a Europa, las calles de Providencia nos cobijaron y nos acercaron.

Si ya éramos amigos, si ya disfrutábamos de la compañía mutua, en aquellos meses todo se potenció. La juntada salvadora, el fernet para cortar la semana, las charlas de terraza tratando de entender un poco más de qué se trata la vida. El Uno, los dados y hasta algún que otro Fifa. También alguna fiesta entre amigues que funcionó como un reencuentro con las salidas nocturnas (aunque sin salidas).

Ese menú se sostuvo durante varios meses, hasta que de a poco todo se fue normalizando. Cada uno de nosotros volvió a tener un ritmo de vida más normal, otros planes más allá del barrio y también otros grupos de amigos a los cuales volver luego de tanto tiempo. Ese nuevo período fue también el de la confirmación silenciosa. Cuando, cada quien con su forma y a su tiempo, se dio cuenta de que algo había cambiado para siempre: esa convivencia y ese acompañamiento cotidianos se habían transformado en un lazo permanente. En algo tan poderoso que ni siquiera sabíamos que teníamos.

El 1° de junio de 2022 lo terminamos de entender. En el mismo departamento desde el que David me tiraría las llaves por última vez un año más tarde, pasó algo que terminó de sellar eso que acabo de contarles.

No voy a narrarlo; simplemente, enumerar la cadena de acontecimientos: 1) una conexión de gas defectuosa; 2) un asado barrial (uno más) que nos convoca y David que no aparece; 3) la sensación de que algo no encaja, porque él hubiera avisado de alguna forma, en algún momento; 4) la determinación de ir a ver si estaba todo bien en su casa en una noche de invierno y de calles desiertas; 5) ventanas empañadas, luces prendidas; 6) su cuerpo hundido en una cama, intoxicado con monóxido de carbono, al borde del colapso.

Con Nico e Iñaki pudimos llegar a tiempo por esas cosas que no tienen una explicación razonable ni del todo coherente, y este fue el caso. Fue una madrugada que no olvidaremos, y que tuvo todo lo que una película de suspenso podría incluir en su trama. Lo más importante es que, luego de algunos días de incertidumbre, hospital, diagnósticos y pronósticos reservados, finalmente el protagonista zafó para contarlo en primera persona. Esta vez, el barrio lo estaba esperando.

El final

Siempre me gustó jugar y competir. Por eso, no tardé demasiado en encontrarle el gusto a tratar de agarrar la llave cada vez con más seguridad y precisión. Me recordaba a mi intento de ser arquero de hándbol en el colegio, cuando tuve una racha de varias atajadas, o a la película Nuestra pandilla, que dejó para siempre en mí la curiosidad de cómo sería jugar al béisbol y agarrar esa pelota con esa manoplas de cuero.

Era un desafío y también un condimento extra en cada visita al departamento de Coronel Olmedo. David se convirtió en cómplice de eso y, de repente, dos hombres en la mitad de sus treintas empezaron a jugar a un juego que no tenía más razón que esa: jugar, probar “a ver qué pasa si…”, condimentar un acto intrascendente como abrir la puerta.

Cuando David decidió mudarse, no tomé noción de que nuestro pequeño ritual tendría finalmente su despedida, tarde o temprano. Sabíamos que en algún momento iba a suceder, pero no hubo tiempo para reflexionarlo demasiado; todo se dio en cuestión de semanas y en medio de una vida cotidiana con su propio guion.

Tampoco estaba claro que esa última atrapada de llaves sería eso: la última. Pero a veces el mundo nos da señales: algo pasó en ese momento en el que la bolsa y mi mano se fundieron en un golpe seco. Algo me dijo que era tiempo de guardar ese recuerdo como si se tratara de una reliquia.

Como tantas otras veces, inflado con la emoción de un nuevo éxito, abrí la puerta del edificio y continué con la rutina. Subí en el ascensor y, en los escasos segundos que demoré en llegar al tercer piso, la idea terminó de formarse con claridad.

Ese pequeño gesto compartido se había multiplicado cientos de veces, al punto de automatizarse. También se había convertido en el punto de partida de cada nueva conversación entre nosotros. Cada vez que él terminaba de cerrar la puerta de su departamento detrás de mí, alguna mención al vuelo de la llave servía como introducción espontánea a lo que vendría después. A veces era sólo un comentario del tipo “vengo en buena racha” o “voy afinando la técnica”; otras, analizábamos alguna variable que había hecho más compleja la atrapada o cómo había dejado de usar las dos manos para concentrarme sólo en la derecha.

Ese día, con la huella de todos esos episodios previos, entré al departamento de David y le dije: “Me acabo de dar cuenta de que inventamos nuestro propio deporte”.

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