Soltero a los 50: entre las apps de citas y la resignación
En los encuentros con amigos, ya entrada la madrugada y caídos ciertos frenos inhibitorios, resurge un debate cuya imposible resolución no impide su continuidad. Se trata de una disyuntiva filosófica: ¿qué atributo es más importante: el de la belleza o el de la juventud?
La primera conclusión es que los dos juntos estarían muy bien.
La segunda conclusión es qué pasa cuando ninguno de las dos se presenta, como en el caso de los concurrentes a esos encuentros.
La tercera es que volvimos a pasar otra noche de fin de semana en compañía de amigos varones, dialogando sobre mujeres y emitiendo sentencias inútiles de todo lo que habría que hacer, pero que nadie hace en su vida cotidiana.
Cada vez peores
La discusión sobre belleza y juventud cobra sentido cuando se toma conciencia de que la juventud nunca volverá y de que la belleza nunca estuvo. Y de que, si bien tuvimos parejas que poseían ambos atributos, siempre hicimos algo como para que ellas se cansaran, hasta llegar a esta instancia de los 50, en la que, como sabemos que eso no volverá, ya estamos resignados.
Sucede que, a medida que pasa el tiempo, cada vez se nos hace más difícil soportar a alguien que no seamos nosotros mismos.
Los 50 son esa edad en la que el remanido “mejor solo que mal acompañado” adquiere un significado literal. Y ese “mal acompañado” quiere decir, en realidad, “alguien que no encaje en nuestros hábitos cada vez más obsesivos y ridículos”.
Ejemplo: si, por azar o por inconsciencia, una mujer llegara a compartir la intimidad de mi hogar en algún momento, comienzo a sentirme incómodo cuando observo que ella, al lavarse las manos, esparce agua sobre el lavabo, de manera que todo el espacio alrededor de la canilla queda mojado. Y que, para colmo, el envase con jabón líquido ha sido cambiado de lugar, a unos 30 centímetros de su ubicación original.
De esa manera, las chances de una eventual relación cotidiana disminuyen de manera dramática. Más aún cuando nuestra condición es la de divorciado, hemos pasado con creces por cada detalle de la convivencia, durante muchos años, y sabemos muy bien lo que eso significa.
Lo peor es que, a los 50, eso tampoco nos importa.
Como se podrá apreciar, el estado de insania es notorio e irreversible.
Basta de 2 x 1
A medida que se extiende el período de soltería y se achica cada vez más el de la duración de las relaciones sentimentales, también hay aspectos que empiezan a importarnos menos, como nuestra vestimenta.
En ese sentido, la comodidad y la practicidad reemplazaron hace tiempo al sentido de la elegancia; ni hablar de algo llamado moda. Ningún skinny jean le hace competencia al jogging más desvencijado de nuestro guardarropa.
Por eso también es tan fácil distinguir a los divorciados del resto de las categorías. Somos muy distintos a los demás: al casado, ni hablar. Al casado se lo detecta al instante porque el desgraciado siempre está con la ropa planchada. Al recién divorciado, también, porque siempre está con ropa nueva, práctica derivada de la excitación de volver a la soltería después de tantos años, aunque esa sensación decline de forma inexorable a medida que se sucedan las aventuras y compruebe que nada termina por ser tan diferente.
Por último, los divorciados somos muy distintos a los solteros, porque estos también siempre están con la ropa sin planchar, ¡pero a los infelices les queda bien!
Algo que me molesta mucho es que pasen las décadas y que, pese a las innumerables quejas y a las cansadoras rutinas de standapistas que lo mencionan, nunca nadie haya cambiado las promociones de 2 x 1 pensando en solos y solas.
Siguen sin existir las promociones de 1 x 0,5 (“uno por medio”), por ejemplo, para entradas de cine o para happy hour de cervezas. El marketing no termina de pensar en este segmento tan tentador para el consumo relacionado con el ocio. ¿Para qué quiero dos entradas al teatro? ¿Para qué quiero una oferta de dos champús? ¿O de dos preservativos?
Grupos de pertenencia
Uno de los grandes recursos que tenemos los de 50 es la concurrencia a espacios en los que, a la vez que se realiza una actividad saludable o de interés social, también se interactúa con nuevos grupos de gente.
Pueden ser los gimnasios, los cursos para catar vinos o las fiestas ochentosas y noventosas. Estas últimas suelen convertirse, además, en un momento propicio para legitimar nuestro retraso madurativo en gustos musicales (y en la habilidad del baile) y para encontrarnos con trogloditas de nuestra misma categoría.
En mi caso, el reducto social que me atrapó a los 50 es un grupo de running.
Era una actividad que antes practicaba en solitario, pero que decidí intensificar durante la pandemia, cuando nuestro presidente culpó a los runners de ser los perversos transmisores del Covid-19 (otro de los grandes pensamientos de Alberto Fernández que quedarán en la historia universal de los personajes públicos que se transformaron en sus propias caricaturas).
Me dio un poco de curiosidad y me sedujo la posibilidad de conocer a gente que podía provocar efectos masivos tan devastadores ejerciendo la más sana de las actividades individuales.
Así que me uní a uno de estos grupos. Desde entonces, hago running. Antes corría. Ahora hago running.
Es que descubrí, entre otras cosas, la diferencia entre un tipo que sale a correr (yo, antes) y un runner: entre 40 y 50 mil pesos en ropa fosforescente.
Y si bien al principio me resistí a usar ese tipo de indumentaria, con el correr del tiempo me convencieron de su comodidad (usar calzas deportivas es tan agradable y humillante de reconocer como usar Crocs), y no deseo indagar cuánto de razonabilidad hay en ese argumento y cuánto es lo que yo quiero creer con tal de pertenecer.
También aprendí que no es verdad ese mito de que la gente va a esos espacios con la sola intención de ir a ver qué pesca. O eso de que los grupos de running son en realidad un Tinder cerrado. Eso no es verdad: en realidad, son bastante abiertos… Hasta tengo compañeros varones que incluso van al grupo sólo para entrenar.
Esa foto no es lo que parece
La resistencia inicial de los solteros a las apps de citas disminuye a medida que avanza el tiempo y descubrimos que la búsqueda por presencialidad no es garantía de nada. Sin contar que eso se vuelve cada vez más difícil, teniendo en cuenta la constante devaluación de atributos a la que nos someten la naturaleza y nuestros hábitos.
Así que, cuando finalmente la resistencia se rompe, nos encontramos con que ya no hay sólo Tinder, Badoo o Hppn, sino alrededor de 1.300 apps de citas, segmentadas según edades, razas, religiones, intereses, y la más amplia variedad de gustos, condiciones y requerimientos.
Entender lo básico de lo que ofrecen al menos las 10 apps de citas más importantes lleva entre una y 14 semanas. Pasado ese lapso, llega el momento de registrarse. Elegir las fotos y pensar textos originales y creativos lleva entre una y 14 semanas.
Las fotografías de usuarios y usuarias de esas apps podrían inspirar varias tesis doctorales en las áreas de tecnología digital o de la sociología. Primera regla: nunca, pero nunca, pero nunca, una imagen utilizada allí tiene correlato con la realidad.
Segunda regla: como todo el mundo ya sabe que la primera regla es insalvable, prepara sus fotografías de manera tal que nunca reflejen 100% la realidad. Si los demás no lo hacen, yo tampoco.
Las excepciones a estas dos reglas –es decir, subir fotos reales– derivan en que nadie les preste atención y, por lo tanto, en que no se produzcan contactos de ningún tipo con nadie.
Esto no es broma. Se trata de un comportamiento social mediante el cual se usa de manera consciente un desvío virtual con el afán de producir un resultado real, aun cuando –al momento del encuentro– el choque entre ambas realidades produzca un estallido de negatividad en relación con las expectativas iniciales.
Mejor no. Demasiado trabajo.
Después de fugaces y fallidos intentos en el uso de estas herramientas, decidí volver a la búsqueda por presencialidad, que sigue sin ser garantía de nada, pero al menos hunde las expectativas iniciales mucho más rápido sin perder tanto tiempo.
Aguante la tranquilidad
Los 50 son, también, esa década en que descubrimos que la mejor década fue la de los 40 (indudablemente). Y pese a que queremos convencernos de que esta también puede serlo, desistimos rápidamente de dicha convicción cuando subimos 20 escalones, analizamos el estado de nuestra respiración y lo comparamos con el de los 40.
Sin embargo, algunas certezas hemos conseguido. Por ejemplo, la de saber que ya no tendremos la habilidad ni el tiempo para ser ricos. O la de descubrir que es una mentira eso de que el tiempo y la edad aportan sabiduría.
Por suerte, hay una sola epifanía que llega a los 50 y que alcanza para sobrellevarlos con más que dignidad. Como nunca antes, logramos algo inédito: reconciliarnos con nuestros defectos y entender que ninguna de las alternativas del destino –relacionadas con las consecuencias o bien de la soledad o bien con la compañía de una pareja– logrará modificar la tranquilidad y la paz conseguidas. Algo que no se consigue ni con el mejor libro de autoayuda.
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