Camila y el acoso laboral
Hoy vino a mi mente uno de mis primeros trabajos. Fue en una empresa de ropa de la ciudad de Buenos Aires, de esas que te daban una tarjeta de crédito para que compres en sus locales con mínimos requisitos.
Recuerdo lo agradecida que estaba de tener aquel empleo después de haber salido con mis maletas rosas a un mundo y a una Argentina que estaba navegando en una profunda crisis económica, sin miras de tener leyes de vanguardia, como lo son matrimonio igualitario o la ley de Identidad de Género.
Corría entonces 2004; algunas cosas parecían que empezaban a tomar otro color; sin embargo, había aún mucho dolor y camino por delante.
En esta empresa, tenía dos compañeras que viajaban en colectivo dos horas para llegar al local. Una de ellas venía de zona sur, y la otra de un barrio muy humilde de Virrey del Pino, a quien llamaremos Camila.
Un mundo voraz con las mujeres
Camila era una chica muy bonita, una belleza de barrio, sin duda, que deja sin aliento a más de uno y con la mirada atónita a aquellas personas que creen que lo bello sólo se sucede puertas adentro de las clases acomodadas. Sus rasgos eran muy bellos; una cara que denotaba sus orígenes norteños, una piel que gritaba salud y un cabello largo precioso.
Naturalmente, nos hicimos muy cercanas; ella, sorprendida de que en el trabajo contrataran a una “provinciana”, como se calificaba, y yo, sorprendida de que mi etiqueta de “marica” no haya sido una vez más un motivo de que mi currículum no pasara siquiera la primera entrevista.
Con el paso del tiempo, compartimos muchas cosas. También fui testigo de un mundo laboral voraz con las mujeres. En aquel momento, aún actuaba en mi defensa mi DNI y mi apariencia, que no era la de Celeste y que irónicamente me cuidó de un montón de cosas.
Inexperta como era, no podía dejar de notar algunos comportamientos inadecuados, que me animaría a decir que aún hoy son moneda corriente en muchos sectores.
Camila empezó a recibir la atención de los jefes, de un jefe en particular, y por lo tanto debió surfear en las olas de lo que hoy conocemos como acoso laboral.
Me sorprendió (y se lo dije) lo natural y rápido que abordó el tema. Levantó sus hombros y me miro, audaz: “¡Qué querés, es lo normal! Igual, saco provecho”.
Ese “saco provecho” consistía en tener más permiso en sus horas de descanso (porque tenía que estar con él) o podía no trabajar en el sector de atención al cliente, que todos odiábamos porque la gente iba a quejarse. Cosas que lo único que hacían era alejarla del grupo y poner el dedo enjuiciador sobre sus actos, en vez de enjuiciar a aquel que con su poder tomaba decisiones arbitrarias y la acosaba.
Con el tiempo, se volvió fría, distante. Se enteró de cada uno de los rumores sobre ella. Empezó a sentir el peso del juicio de sus pares y se volvió solitaria, siempre detrás de él, como un perrito faldero. Yo intentaba acercarme, pero ya no era lo mismo. Ya no había frescura ni risas, o incluso esa complicidad que se produce en ciertos trabajos cuando la cosa es dura y la paga es poca.
Él le contaba todo, incluso inventaba un poco de más. Estaba casado, pero poco le importaba; tenía su harén en la empresa, para pasar el tiempo. Me enteré de que ella no era la primera y que muchas de las ofendidas habían ocupado el lugar de Camila en algún momento. Ahora me da escalofríos pensar en la impunidad que tienen algunos géneros y posiciones por sobre las otras personas.
Camila había perdido toda amistad; sólo iba a trabajar y esperaba que él la llamara a su oficina, o terminar su turno para volver sola a su barrio. Nunca más salió con nosotras ni se sumaba a las charlas de pasillo.
Un tema tabú
Una tarde, mientras esperábamos que se hiciera la hora de ingreso de los relevos, notamos que ella no vino. El primer comentario fue de la persona a la que Camila debía relevar: “Bue…, hace lo que quiere”.
Con el correr de las horas, y viendo que nadie venía a relevar el puesto, fuimos a la oficina del jefe, esperando encontrarla allí y pedirle que viniera a cubrirnos. Ahí vimos la cara desencajada del sujeto, una postura fría y sombría que recordaba la de un villano de película.
–Camila no trabaja más para nosotros. Ya voy yo a cubrirlas. Acto seguido, cerró la puerta.
Atónitas y en silencio, caminamos como dos pusilánimes hasta el sector, sacamos las cosas del mate y esperamos que viniera a cubrirnos.
No pasó mucho tiempo hasta enterarnos de que Camila estaba embarazada; que apenas supo la noticia la empresa la había despedido; que también recibió amenazas. Ella misma nos contactó para pedir ayuda, porque la habían seguido cuando fue a ver a la abogada.
Camila pasó a ser un tema tabú en la empresa. Nadie lo había dicho, pero todos sabíamos que no debíamos hablar de ella, como si de una maldición se tratase.
Desde una incipiente red social, seguía en contacto con ella. Su infierno no terminó nunca; no podía moverse tranquila; había gente que la amenazaba. El padre de su hijo, que sin duda era el jefe del local, se había borrado. Pero no sólo eso, sino que le había hecho perder el trabajo y la había amenazado.
Lamento haber sido sólo testigo de lo que hoy veo claramente como violencia de género. Me arrepiento de no haber tenido la sabiduría ni las herramientas necesarias para acompañar a Camila en su proceso. Ella tuvo a su hijo, un varón, y al poco tiempo se quitó la vida, allá en su barrio humilde de Virrey del Pino.
* Secretaria de Género del Observatorio de Participación Ciudadana de Córdoba
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