Apodos reales: lo bueno y lo malo de los sobrenombres
Adjetivar una persona es en Córdoba un arte que goza de una altitud estética como en pocos lugares.
A principios de 2000, hacía una pasantía en el Departamento de Arqueología Urbana de la Municipalidad de la Capital provincial. Nos habían encomendado la excavación del Salón de Profundis, parte del malogrado Garden Shopping.
A la tarea de pinceles y espátulas propias de la arqueología urbana, le era necesario un primer tramo de pico y pala para despejar basura y escombros.
Se nos asignó una partida de trabajadores municipales de “El Alto” que se encargarían del trabajo más pesado.
Eran tres: “Pantera”, “Fijate si Viene el Bondi” y “Preso Flaco”. Así se presentaron al trabajo y así se llamaban entre ellos.
“Fijate” tenía una evidente condición física: una pierna más corta que, al caminar, le hacía inclinar todo el cuerpo hacía un lado. Según sus compañeros, era el movimiento que uno realizaba en la cola del colectivo para ver si esté estaba por llegar.
“Preso Flaco” tenía, al parecer, una pareja que era muy agraciada. Cuando quise saber el motivo del apodo, “Pantera”, a todas luces el líder del trío, me contestó desde lejos: a “Preso Flaco” le queda grande la esposa.
Los apodos de nuestra ciudad llenarían tomos enteros, pero no es para nada una jurisdicción mediterránea: el país, el continente y la historia están repletos de adjetivaciones a amigos, a funcionarios, a reyes.
Apelativos de los reyes
El humor no queda exento de los motes reales. Al parecer, Felipe I era alguien a quien se podía apodar de “Hermoso”, pero había una malicia en aquel que le puso el apelativo.
Luis XIII, rey de Francia, lo llamó así en Blois, donde coincidieron cuando Felipe aún era príncipe. La intención del halago del francés se refería más a su delicadeza femenina que a una valoración estética masculina.
Pateshis sumerios y reyes asirios, faraones egipcios y sátrapas medas tenían en su nombre un larguísimo listado de títulos aduladores. Todos ellos compartían uno que ha permitido identificar las raíces del poder en el alba de los tiempos. Dador de Agua, título que la historiografía ha convertido en una clasificación que suena igual de rimbombante: los tiranos hidráulicos.
Ya algunos ilustres romanos lograban adherir, como Alejandro, un adjetivo a su nombre. Pompeyo, “el Grande”, encontró y se enfrentó en vida a uno aún más grande, Julio César, que dio un paso más allá del apodo, convirtiendo su nombre en sinónimo de emperador, tanto en Roma como en los pueblos allende el imperio. Kaiser, en Germania, zar entre los pueblos eslavos, da muestra del alcance que tuvo el nombre de Cayo Julio.
Con corona y sin narices
Los emperadores bizantinos no fueron ajenos a los apodos. Justiniano II, “el Desnarizado”, comenzó su reinado con austeridad y buenas directivas.
Paso una década en la que las arcas del imperio crecieron y las fronteras se ampliaron. Una campaña exitosa contra los búlgaros y ligas eslavas le agregó, a su buena imagen, la impronta de conquistador.
Al parecer, Justiniano decidió que era hora de poner en marcha sus planes arquitectónicos para Bizancio. Se embarcó en empresas costosísimas que pronto vaciaron las arcas del imperio. Subió los impuestos para costearlas y, ante la lentitud del avance de las obras, volvió a permitir el azote como medio intimidatorio de trabajo. Castigo que había prohibido Constantino.
Sus generales se amotinaron y terminaron por derrocarlo. Leoncio III, que tomó su lugar, en vez de ejecutarlo, lo condenó al exilio, no sin antes cortarle la nariz para que semejante rostro no pudiera encabezar un imperio nunca más.
Leoncio III fue derrocado por otro general, Tiberio, también tercero, quién le pagó con la misma moneda. Encerró a Leoncio en un monasterio, no sin antes cortarle la nariz. Una mañana, 10 años después de su derrocamiento, apareció Justiniano frente a Constantinopla a la cabeza de un ejército de sus anteriores enemigos búlgaros y eslavos. Tenía cubierta su nariz por una prótesis de oro.
Tiberio III, subestimándolo, sacó su ejército fuera de las murallas y sufrió una aplastante derrota, perdiendo incluso la vida en la batalla. Así fue como “el Desnarizado” volvió al trono de Bizancio.
Constantino V, un gran emperador bizantino, no pudo a pesar de sus logros militares y administrativos escapar a un insultante apodo, conocido por “el Coprónimo”, algo que un titulador de películas en España traduciría como “el Cacas”, pero que significa literalmente “nombre de excremento”. Debía su desafortunado tilde a haber defecado en la pila bautismal durante su bautismo.
La Edad Media, primero, y el período renacentista después son los períodos en los que comienza a adjetivarse a todo aquel que ostentaba un título nobiliario.
El recorrido es extensísimo; abarca no sólo a los monarcas y nobles europeos. Mancha también a sultanes y majarás, a duques y papas.
El conde demediado
Archibald Douglas, cuarto conde de Douglas, en Escocia, tenía uno de los peores motes que se recuerde: se le apodaba “Tyneman”, cuya traducción es “el perdedor”.
Su vida no era para nada una desdicha. Era el hombre más rico de Escocia, estaba casado con Margarita, hija del rey Robert III, apodada “la Venus de Escocia” por su despampanante belleza.
En 1400 recibió del rey el castillo de Edimburgo, lo que lo posicionaba para aspirar al trono. El problema de Archibald era militar. Nunca estuvo en el lado vencedor en ninguna batalla.
Tal era su fama que los nobles comenzaron a no llamar a sus estandartes a la guerra para no asegurarse la derrota.
Archibald no sólo perdía honor en las batallas: iba perdiendo partes de su cuerpo en los combates. Un ojo, una mano, luego un pie, un testículo. Terminó, en consecuencia, perdiendo la vida en la batalla de Verneuil, en 1405.
Instrumento de difamación
Por supuesto que el mote no está exento de la intriga política, de la difamación lisa y llana.
Enrique IV recibió el descalificante apodo de “el Impotente”. Al no poder consumar el matrimonio con su primera esposa, Blanca de Navarra, comenzó a circular, desde las altas esferas al vulgo, el apelativo en cuestión.
Al parecer, Enrique tenía una docena de bastardos con numerosas cortesanas, pero la imposibilidad de engendrar un heredero le costó no sólo ser llamado impotente: se dudó de su elección sexual y, cuando al fin tuvo una heredera con su segunda esposa, Juana de Portugal, las malas lenguas esparcieron el chisme de que no era fruto de Enrique, sino de su edecán real, don Beltrán de la Cueva, por lo que la princesa recibió, a su vez, el mote de “la Beltraneja”.
Si bien estos ejemplos demuestran que un apodo puede ser estigmatizante y, por lo tanto, una carga, hay otra cara del mote, aquella que conlleva un indudable cariño aun si lo adjetivado es una condición irremediable. Que así sea adjetivar, siempre.
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