Un experimento que vuelve a fracasar
De confirmarse los pronósticos electorales más serios y responsables, el régimen electoral de las PASO se apresta a desembocar en una nueva frustración de los objetivos originales.
Lejos de contribuir a la «Democratización de la Representación Política, la Transparencia y la Equidad Electoral» prometida en su título por la Ley N° 26571, los resultados vuelven a ser exactamente los opuestos. En particular, la muy entusiasta confianza del entonces ministro del Interior Florencio Randazzo de que el nuevo sistema «dejaría atrás los vicios de la selección de candidatos elegidos por el dedo de un dirigente».
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En efecto, todas las principales candidaturas en pugna no solo no han sido digitadas por los dirigentes, sino que son ocupadas por los propios dirigentes de los partidos y coaliciones que se han venido enfrentando en las últimas décadas. Algunos presiden los principales socios de la coalición opositora – Patricia Bullrich el Pro y Gerardo Morales la UCR- o son referentes con liderazgos también fundacionales, como Horacio Rodríguez Larreta o Sergio Massa. Las listas sábana nacionales incluyen a una larga lista de dirigentes y figuras nacionales. Varios incluso exministros y funcionarios en el gobierno de Fernando De la Rúa. En el caso del nuevo frente oficialista, la áspera cancelación de todo debate interno se celebró, de un modo casi simbólico de, la oficina en el Senado de la Vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Contra lo que un cierto periodismo ha tratado de imponer, el cierre careció de las aristas violentas que se ha tratado de subrayar. Sobre el final, pero una vez más, una combinación objetiva entre la «ley de hierro» partisana de las oligarquías y ese realismo desencantado, casi helado, que practican quienes, al cabo de casi 40 años, monopolizan la conducción de las principales fuerzas políticas.
La lógica utilizada no fue la de las ilusiones regeneracionistas prometidas por el régimen legal. Fue más bien la lógica de fría de los números, tanto de las encuestas como de los muchos sensores alternativos, sobre todo económicos, con que en estos niveles se acostumbra a manejarse este nivel decisorio de la oligarquía política.
Desde la perspectiva de una dirigencia desencantada y ya muy poco sensible a los cantos de sirenas, la política ha dejado hace tiempo de expresar un imperativo moral. Es mas bien un ejercicio de gestión eficiente de la complejidad, en un clima de época desde hace ya tiempo desbordado por una sobrecarga en las exigencias de la demanda social. Es esta una tarea solo apta para profesionales, capaces de construir, más allá de todo voluntarismo y por sobre las dimensiones más bien aritméticas de la coyuntura, esa geometría variable de nuevos espacios dinámicos y cambiantes, casi inaccesible para la capacidad media de comprensión de los ciudadanos comunes. De lo que se trata siempre, es de prometer cambios – la gente siempre vota cambios- para que, en el fondo, nada cambie.
De allí tal vez la importancia que esta vez todos reconocieron a la inteligencia experta y consejo de los gobernadores. La decisión de la mayor parte de las provincias de adelantar sus elecciones para preservar a las provincias del efecto tóxico de la política nacional fue un llamado estridente a la reflexión. En los últimos dos periodos de gobierno, los gobernadores -todos ellos, sin excepción- no solo han logrado revalidar títulos como gestores. También han logrado consolidar alianzas gubernativas en general respetuosas de la oposición y, sobre todo, de los equilibrios fundamentales de la economía.
De allí el predicamento de gobernadores de todos los signos políticos, que han operado esta vez como árbitros y moderadores en un conflicto casi sin reglas ni protocolos de resolución como el que enfrenta a los principales candidatos. La presión ejercida por los gobernadores en favor de la candidatura del Ministro de Economía no se apoyó tanto en sus atributos personales y funcionales como candidato. Primo más bien el convencimiento de que la competencia difícilmente fortalezca al conjunto. Sobran las evidencias en el sentido de que la política es incapaz de transformar un conflicto profundo entre candidatos en un resultado posterior virtuoso para el conjunto. Esto solo podría ocurrir si la competencia se desarrollara entre candidatos y votantes que comparten un fuerte sentido de pertenencia común a un partido o espacio identitario común. Es muy difícil que ocurra en una cultura política como la argentina, en la que ocho de cada diez ciudadanos se declaran independiente de cualquier compromiso partidario permanente.
Una de las mayores objeciones formuladas desde la doctrina especializada fue precisamente la relativa al riesgo de fragmentación y consiguiente debilitamiento de los partidos.
Este es, sin embargo, el efecto tal vez más negativo de la experiencia. Las PASO no solo no ampliaron el horizonte de la política. Mas bien lo estrecharon hasta hacerlo intransitable. La suerte corrida con candidatos independientes tanto en el nivel nacional como provincial y municipal suministra ejemplos notables. Una lectura astuta de los principales referentes de la oposición , los llevo, por ejemplo, a cooptar a figuras independientes que sorprendieron en las últimas elecciones intermedias.
Tales, por ejemplo, los casos Facundo Manes, de José Luis Espert, Cynthia Hotton o de Maxi Abad. Fueron incorporados más bien para evitar que terminaran por alinearse en frentes adversarios, aunque neutralizados y definitiva en lugares más bien laterales de la oferta electoral. Su doble misión será probablemente doble: la por un lado de librar batallas ideológicas extremas, siempre incomodas para candidatos que se ve forzados a preservar su potencial de moderación para las etapas finales de la campaña, cuando el electorado se incline más bien quienes mayores garantías en términos de moderación y capacidad para tender puentes por sobre las trincheras siempre artificiales de la política.
El experimento de ingeniería electoral ha vuelto a desembocar en el fracaso. Solo parece haber servido para fortalecer las oligarquías y para fragmentar, dividir y enconar a lo que queda de política democrática. En este sentido vuelve a plantear el interrogante de los clásicos: ¿Cómo consolidar la democracia sin dirigentes verdaderamente democráticos?
La única verdad, es la realidad. El país que viene será el que existe en la realidad, más allá del voluntarismo irreal de las campañas. Es un país políticamente desarrollado y, por lo tanto, empatado y sin ventajas para nadie. En el todos cuentan con razones de peso, que deberán ser escuchadas y valoradas, en un ámbito de respeto y búsqueda en común de resoluciones consensuadas. Tampoco habrá margen ni tiempo para acuerdos de fondo y, menos aún, margen para mayorías milagrosas de dos tercios. Un escenario sin acuerdos de base, en el que solo cabe aspirar a que haya reglas, criterios acordados de resolución de los conflictos y, sobre todo instancias arbitrales transparentes y reconocidas por la sociedad.
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