Un progresismo extraviado
Si alguien quisiera cronicar la historia del fracaso argentino, debería comenzar por un dato simple y concluyente: en la provincia de Santa Cruz hay jóvenes que salen del secundario con 30 materias previas. No se llega a ese punto por casualidad, sino como consecuencia de una sistemática del error, de la chapucería entendida como religión. Claro que nadie sale indemne del repaso, ya que son muchos y de signo diverso quienes han contribuido para que nos vaya como nos va.
El dato curioso de nuestra sociedad política es, sin embargo, la rara colusión de los sectores progresistas, de esas izquierdas tan latinoamericanas que, con mucho de razón, vienen apuntando sus cuestionamientos a un sistema político que se desenvuelve a espaldas de la gente, empecinado en un ejercicio de ombliguismo suicida, tal como puede apreciarse con un somero repaso de las noticias diarias: nuestro sistema partidario ha naturalizado la rara costumbre de desnudarse en público.
Desde los años 1960, no pocos ciudadanos vienen esperando que sean esos sectores progresistas los que aporten a la renovación de las prácticas políticas, a la discusión pública y, sobre todo, al aporte de ideas que releven a las recetas ya probadas en frustraciones que no cesan. Ello no ha ocurrido. Por lo contrario, desde esas tribunas se prefiere ejercer una vocinglería mesiánica que proyecta a sus fieles como los defensores de verdades reveladas que nunca fueron demostradas, por la sencilla razón de que nadie, urnas mediante, ha querido acompañarlos en su viaje hacia un poder que por momentos parecen tener la voluntad de no ocupar.
Una prueba categórica de esa obstinación es la propuesta de la legisladora Myriam Bregman, quien en un mensaje de Twitter sostuvo que “la propiedad debe dejar de ser privada y pasar a tener un fin social”. Y agregó: “Hay familias de cuatro personas que viven en un departamento de 80 metros cuadrados, cuando podrían alojar a 12 cómodamente”.
Parece cuestión de gracia, casi un chiste, pero es altamente revelador de la tremenda impotencia que hoy caracteriza a toda la clase dirigente nacional, imposibilitada de formular proyectos que no pasen por políticas de shock, ajustes salvajes o, en su defecto, distribucionismo imposible, dado que ya se distribuyó todo, incluso lo que no teníamos.
No parece casual la propuesta de esta legisladora. Bien podría traducirse como el reconocimiento de que no podemos mejorar, pero siempre podemos empeorar a efectos de que nadie salga indemne del desaguisado patrio.
La idea, en todo caso, calza a la perfección con ese pobrismo a la moda por el que, si no podemos crear riqueza, al menos podemos repartir la pobreza de manera proporcional. Es una idea que hubieran aplaudido en la Edad Media, cuando se pregonaba que la miseria garantizaba un lugar en el reino de los cielos.
Las propuestas extravagantes de la ultraderecha son bien conocidas y difundidas. Así como la izquierda las critica con seriedad, sus referentes también deberían ser serios a la hora de presentar sus ideas para temas tan sensibles como la vivienda.
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