El peor de los soldados, y a mucha honra
“¡Soldado Santos!” El volumen que manejaban los oficiales y suboficiales durante el servicio militar obligatorio me tuvo a saltos de rana durante 14 meses. Pero ese 20 de abril de 1993, tres décadas atrás, salté genuinamente de alegría. Me había llegado el tiempo de la baja.
El teniente coronel llamaba en orden a los soldaditos para devolverles su documento, secuestrado durante la estadía. Era todo un símbolo, la retención de identidad por el período que fuera, para vestir uniforme y cortarse el pelo y saludar con venias y acatar órdenes.
No me temblaron las piernas. Caminé el trecho hasta el oficial con la frente en alto; los borcegos lustrados, demasiado grandes para mis pies chiquitos; el uniforme verde oliva.
Cuando llegué, me miró fijamente. “Espero sinceramente que sea mejor persona que soldado”, me dijo, de un modo que podría llamarse paternalista, entre advertencia y esperanza. No me llamó “tagarna”, como otras veces. Creo que en el fondo celebraba que me fuera, una vergüenza para la institución.
Extendió mi DNI con su mano gigante, pero lo sujetó unos segundos de más. Diría que casi tironeamos, pero no llegó a tanto. Fue la sensación de que debía ser mío, de que podría salir, de que recuperaría mi libertad, pero todavía debía pagar un precio por mi rebeldía, con unos segundos de tensión.
“No tenga dudas, mi teniente coronel, de que será así”, le respondí. No grité, y creo que hasta me tembló la voz. Nunca podría haber sido un buen soldado porque básicamente no tenía la capacidad de hablar fuerte y claro, de imponer autoridad con voz de mando. Pero había aprendido a decirle “mi teniente coronel” a un tipo que no era mío.
Ese 20 de abril se terminó mi calvario, pero también el de ellos. Fui, en años, “el peor soldado” de los que tenían registro en el Regimiento de Infantería Patricios. Así me lo dijeron, varias veces; y tres décadas después eso aún me provoca cierto placer.
Rebelde sin causa
En ese período largo que pareció eterno, perdí un fusil; dejé escapar a dos “nuevos” por mi lado de la guardia una madrugada; llegué tarde en varias ocasiones; fumé en mi puesto de control; deserté dos veces por ponerme de novio (dos veces), pero me perdonaron la pena máxima; contesté cuando no debía, critiqué cuando no se podía; no me afeité correctamente casi nunca (la hoja de papel sobre la barba me delataba); llegué borracho a una guardia; no saludé a un cabo, al fin y al cabo.
Todo lo rebelde que no fui ni antes ni después, lo fui durante esos 14 meses. Todos los castigos que recibí, los merecí. Fui un pésimo soldado Santos, a quien llamaban “cariñosamente” “Zurdito”, por estudiar periodismo.
En la celda en la que me retuvieron tantas veces (sumando los días, fueron casi tres meses de los 14) leía a Horacio Verbitsky, estudiaba con apuntes incómodos para cualquier mirada obtusa, y sólo salía para comer escoltado por otros dos soldados con sus fusiles al hombro.
Podía recibir visitas, y alguna buena compañera de facultad y amiga fiel venía religiosamente con los apuntes y libros en días permitidos, para que no me atrasara en la carrera.
En el tema de los castigos, debuté en mi primer (y único) desfile, un 25 de Mayo, ante el entonces presidente Carlos Menem. Los Patricios debían medir más de 1,75 y yo tenía 1,69 (ni siquiera), por lo que hasta el uniforme más chico me quedaba como a un payaso que hace malabares en una esquina. Me sobraba todo, por todos lados. Y me faltaba todo lo demás para ser buen soldado.
Lo peor fue que los más petisos debían marcar el ritmo del escuadrón que marchaba, y yo era el más bajito de los bajitos. Mientras sonaba la marcha militar, equivoqué el paso. “Izquier, derech, izquier”. Quiero creer que cuando debía ir la derecha, elegía la izquierda. Ideológicamente, digo; pero probablemente fue sólo un error de coordinación general para la farsa actual.
Soldado, bibliotecario, preso
Nunca dejé de preguntarme por qué las cosas se habían dado así. Cuando sortearon mi clase, saqué número bajo. Pero había hecho la renovación del DNI tarde y me sortearon de verdad al año siguiente. Y entré cuando ya me había ido de Neuquén Capital a estudiar a Buenos Aires.
La citación decía que debía ir al regimiento neuquino de Las Ovejas. En la loma del traste, digamos. Con la carrera empezada, con un departamento compartido con amigos, debía dejar todo e irme demasiado lejos.
Sin conocer a nadie y sin saber nada, deambulé por oficinas y pasillos del Estado Mayor del Ejército, contando mi caso. Hasta que llegué a un segundo piso y un oficial cuyo nombre no recuerdo me atendió, me entendió y me dio el traslado.
¿Querés hacer el servicio militar en la Biblioteca Nacional? Estamos ayudando en el traslado del viejo edificio de calle México al de avenida Libertador. Me dijo. Vio que estudiaba periodismo, me imaginó entre libros y no entre ovejas sureñas. Y dije que sí. Sí, señor.
Por supuesto que no zafaba de la instrucción, con levantadas de madrugada, ejercicios ridículos, castigos ejemplares, pero dos meses después me iría casi de bibliotecario, sin fusiles, con guantes por el polvo de incunables que pasaron por nuestras manos inexpertas.
Quiso mi estupidez juvenil que perdiera esos privilegios. Unos meses después estaba en el regimiento de vuelta, preso por desobediente. Y el tiempo de bonanza se acabó, porque saqué a flote lo peor de mi inmadurez, creyéndome rebelde con causa.
Pegué varios faltazos y fui preso 20 días, primera detención prolongada. Me escondía en el armario cuando venían a buscarme los suboficiales a mi departamento, y lo hacía mentir a mi compañero cada vez.
Y lo volví a hacer. Creo que en el fondo me salvó que un teniente coronel amara tanto pero tanto Neuquén que me convidó a ser su cebador de mates para hablar de mi ciudad a menudo. Cuando debían mandarme preso al sur, me dejaron en mi celda en Buenos Aires.
El peor ejemplo, el mejor recuerdo
Las celdas estaban junto a la guardia que tenía un teléfono bloqueado para llamar afuera. Yo me consideraba hábil para desarmar y armar cosas, y logré que desde allí nos comunicáramos a otras provincias. Sólo debía estar un sargento a cargo para hacerlo, que era del norte y se quedaba horas charlando con su familia cuando me hacía salir del encierro para “hackearle” el aparato.
Yo hablaba al sur a la mía, para contarles cualquier cosa menos que estaba detenido (creo que se enteraron muchos años después). Pero de un castigo al otro se fue complicando todo. Supongo que lo que cayó simpático al principio, después ya no, sobre todo luego de la segunda deserción. Llegaron a despertarme con baldazos de agua fría sobre el colchón que ocupaba casi toda la celda.
Unos días antes de mi baja, un sargento mayor, gordo y bigotón, me pidió que no hiciera nada, absolutamente nada más. Me iba de baja, pero no debía ni moverme ni respirar. “No, mi sargento”, y como si estuviera guionado, me di vuelta y le pegué a su Lumilagro con el fusil, que cayó y se hizo añicos.
No me olvidaré de su rostro, como sí me olvidé de su apellido. No lo podíamos creer. Parecía un sketch de alguna película de Peter Sellers. El castigo fue apenas una reprimenda, porque pocos días después estaba recibiendo mi DNI.
Un año después de irme, el caso Carrasco puso fin al servicio militar obligatorio (y yo que no quise pedir prórroga). Pero tuve mi despedida: había conseguido trabajo en una librería cercana al regimiento, cuando llegaron un par de soldados con su uniforme impecable.
Les dije que había estado ahí y –orgulloso– que fui el peor soldado. Cuando me preguntaron mi apellido, abrieron los ojos gigantes. ¡Soldado Santos!, exclamaron a coro. Durante su instrucción, yo fui el ejemplo de todo lo que no se debía hacer.
Me quedo con esa coincidencia y ese recuerdo final. Y sí, mi teniente coronel, fui mejor persona que soldado. Y a mucha honra.
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