Una amenaza a la inteligencia
Se supone que los seres humanos somos naturalmente inteligentes; con excepciones, claro está, entre las que se acostumbra contar a quienes repiten consignas diferentes de las propias, siempre tan claras y distintas.
Una característica de la inteligencia es la capacidad de los sujetos para diseñar procedimientos y herramientas cuyo uso pueda ser transmitido mediante un entrenamiento adecuado: lo que suele llamarse educación.
Estos artificios y artefactos agregan a las cualidades supuestamente naturales un mayor poder: multiplican la fuerza, la velocidad, la altura, la visión, etcétera, y en su extremo multiplican la inteligencia.
No siempre, o casi nunca, un nuevo ingenio, cualquiera sea su área de aplicación, es recibido con general beneplácito, porque su introducción cambia las costumbres, altera el statu quo y da origen a nuevas jerarquías, y pone fin a ocupaciones consuetudinarias; por ejemplo, ya no es necesario un grandote para mover grandes pesos ni un chasqui para llevar el correo.
Pero los que suelen desatar el mayor escándalo son aquellos inventos que amplían la inteligencia, sea porque resuelven problemas en menos tiempo o porque incrementan la memoria o tienen mayor combinatoria o consumen menos recursos…
Instrumento de lectura
La escritura, y su más notoria consecuencia, el libro, entre los cuales nos movemos (o nos movíamos) con la mayor naturalidad, difícilmente puedan ser vistos por nosotros como inteligencia artificial, y mucho menos como una amenaza a la inteligencia. Es más, entre nuestros prejuicios figura considerar el alfabetismo como una medida de inteligencia, lo cual puede ser culturalmente cierto –porque da medios aptos para desenvolverse mejor en un contexto histórico determinado–, pero es naturalmente falso: quienes inventaron la escritura no sabían escribir, pero se dieron maña para hacerlo.
Sin embargo, cuando los griegos se alfabetizaron y surgieron sus primeros libros, la escritura fue duramente criticada. En rigor, antes de eso, ya Homero (posiblemente un tardío Homero) había deslizado la sospecha de que la escritura era portadora de muerte, según se puede apreciar en los versos dedicados a Belerofonte.
Quizá los rapsodas sospechaban que la escritura haría innecesaria su voz y su memoria para repetir generación tras generación el mito fundacional de Grecia, por mucho que durante siglos los poemas homéricos, en su forma escrita, continuaran siendo parte imprescindible de la educación y todavía hoy sean centrales en la cultura universal.
Fue Platón, por boca de Sócrates –y por lo tanto es imposible saber cuánta ironía hay en esas líneas de su diálogo Fedro–, quien lanzó toda una artillería contra los escritos: “A unos les es dado crear un arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es obvio lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporciona a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad.”
A esto agregaba que a las letras no se les podía preguntar, pues respondían siempre lo mismo, y no era posible saber si quien contestaba era el autor del escrito, etcétera.
La interpretación infinita
Sin embargo, Platón escribió mucho y bien, pero no puede decirse que sus libros le repitan lo mismo a todos sus lectores, pues la disputa en torno de la interpretación de su obra es acaso interminable.
Dado la forma dialógica que eligió para expresarse, es posible sugerir que lo hizo porque esa forma es la que mejor imita una conversación (aunque también vituperaba las imitaciones) y estaba destinada a curiosos, entre los que podría haber aspirantes a la sabiduría, filósofos, que siguiendo esa vía y pasando algunos exámenes formales (o informales, como los que tomaba Sócrates) podrían llegar a participar en la conversación de los sabios.
En estos días leo el debate abierto sobre la inteligencia artificial, en rigor sobre unos autómatas conversacionales que sería difícil distinguir de hablantes auténticos, y no sobre la inmensa y diseminada inteligencia artificial con la que nos ayudamos cada día y con la que a veces tropezamos, sean libros, cajas registradoras, motores de ajedrez, cuentas bancarias, teléfonos, etcétera.
Ante algunas respuestas que se ofrecen, y como este fenómeno es una lejana consecuencia de aquel denunciado por Platón, ya que sería irrisorio pretender que la inteligencia artificial es producto de iletrados, queda la alternativa de suponer que, entendido de manera literal, el ataque del pensador griego a la escritura o bien estaba equivocado o bien era acertado y ahora, por fin, se pudrió todo.
* Escritor, exprofesor de Filosofía en la UNC
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