Doña Mneme (o la memoria perdida)
La muerte de doña Mneme sumió al pueblo entero en una inmensa tristeza.
Su edad y los achaques hacían prever un final cercano. Pero aun así, aquel día las calles amanecieron silenciosas; los rostros, mustios, y la plaza, sin pájaros.
Desde hacía tiempo, los habitantes no hacían uso de la memoria; tal vez por descuido o porque confiaban esa función a sus aparatos electrónicos; lo cierto es que doña Mneme quedó como la persona que recordaría todo aquello que olvidaran.
Con paciencia y método, ella escuchaba y atesoraba números, fechas, direcciones, accidentes y hasta pequeños detalles, de esos que no aparecen en Google.
Cuando le preguntaban sobre su don, explicaba que provenía de su madre, escritora de cuentos y de poemas; exquisitas narraciones que jamás escribió en papel.
Por pudor o por puro capricho, la madre los hacía perdurar repitiéndolos en voz alta una y otra vez cada día, convencida de que alguno de sus hijos los aprendería.
Mneme asumió la tarea.
Desde que se levantaba, murmuraba fechas de aniversarios, nombres de calles, edades, letras de canciones y hasta enfermedades que merecían ser recordadas.
Hacía listas; por abecedario, por mes, por barrio o por sencillo azar. Del primero al último, de atrás para adelante o como fuera, ella lograba repasar todo lo memorable que ocurría y había ocurrido en el lugar.
Y así transcurrían los días en el pueblo: con Mneme repitiendo en tono de rezo lo que otros olvidaban. Algo había en internet, pero preferían preguntarle.
Ella nunca fallaba, ya fuera el día del santo patrono, una receta de locro, el día del bombero rural o el momento para sembrar alfalfa.
El propio jefe de la comuna preguntaba cada año por la fecha de fundación del pueblo, a fin de organizar con tiempo algún festejo, algún discurso alusivo.
Las consultas más frecuentes eran por fechas de cumpleaños. “Él es del 17 de mayo; ella, del 22 de noviembre”, aseguraba Mneme, y los consultantes salían disparados a comprar torta y velitas.
Por supuesto, siempre alguno googleaba a escondidas dudas o incertezas, pero ¿qué podía aparecer en la web de los secretos de cada familia, de los amores y despechos, de los sueños o vencimientos en aquel minúsculo pueblo?
Cuando doña Mneme pensó que ya había escuchado todo, la maestra pidió saber cuándo iniciar las clases. ¿Qué memoria podrían tener sus alumnos, pensó, si la docente había perdido la suya?
Cansada de anunciar cada día de la semana, decidió izar un emblema en el mástil de la plaza. Cuando el paño blanco rezaba “miércoles”, todos sabían que era mitad de semana. Si decía “domingo”, la gente enfilaba hacia la iglesia.
El entierro de Mneme fue sencillo y breve; nadie pudo recordar algo para decir.
Desde entonces, los pobladores deambulan buscando señales que les ayuden a saber cuándo es otoño, enero, Navidad o cuándo el tiempo de cosecha.
Algunos todavía se esperanzan con aplicaciones de inteligencia artificial, pero allí no hay respuestas para las alegrías cotidianas, los días grises ni las canciones de cuna de las abuelas. Tampoco los retos a los hijos, los besos de las buenas noches ni el orgullo por verlos pasar de grado.
Nadie en el pueblo supo advertir que la memoria –la bendita memoria– incluía emociones, esos estados afectivos que no aparecen en ningún cristal líquido pero que tienen la virtud de construir nuestra historia hasta hacerla memorable.
* Médico
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