Diego Vigna: Lo que interesa de la vida es lo que no se puede decir
El recuerdo de un amor de infancia desata una búsqueda estimulante por terrenos físicos y virtuales en Dos maneras de dudar, el ensayo exquisito y dual de Diego Vigna (1982). El narrador del primer texto rastrea a la Érica de prescolar que fue su primera novia, intercalando reflexiones sobre las maneras en que la tecnología de red y el rastreo algorítmico han venido a alterar las formas en que pensamos, conocemos y recordamos. En la segunda parte, el revelado de unas fotos inéditas de Daniel Moyano interroga sobre la conexión entre imagen y memoria desde la disyunción analógico-digital.
La escritura y la fotografía son los registros de realidad interpelados en el texto a la luz omnipresente del dato, el cálculo y la inmediatez. En ellos, Vigna rescata un destello de negatividad (silencio, misterio, distancia, vacilación) que rige su vigencia.
Con John Berger, Sergio Chejfec o Joan Fontcuberta como faros, Vigna ensaya un arriesgado pase entre ficción y reflexión que acaba siendo el conector perplejo del libro, su certera materialización en interrogante.
“Es necesario ponderar la duda como método de aproximación, casi como una forma de mirar el mundo –dice el autor–. Al margen de la neurosis propia, nos toca vivir una época tan desconcertante que todo parece quedar corto frente a la velocidad. La ficción, la fantasía, el terror, la ironía, el absurdo. Todo parece sucumbir ante el cálculo como matriz de pensamiento, incluido el erotismo. Desde ese lugar, y porque no puedo vivir de otra manera, dudo: porque sí, porque mejor cuestionar antes que creer, porque no me resulta sencillo aceptar lo que entra a la vida. La duda es también una forma de la demora, una especie de coqueteo con uno mismo. Como la escritura. Como la mirada fotográfica”.
“Si a la foto la viste, es porque la perdiste”, es la enigmática constatación que le transmite el fotógrafo Gabriel Orge a Vigna en un taller. De ahí la ponderación final que hace el autor de la foto no sacada, un encuentro entre visión y ocultamiento que enhebra la tesis central del ensayo.
“Es ese vaivén lo que alimenta el misterio, algo que se parece a la imposibilidad de narrar el simple hecho de estar vivo. Hacemos equilibrio entre el deseo de forzar la conciencia y la necesidad de olvidar. Queremos conservar lo singularísimo y a la vez dejarlo ir para poder soportarlo. Lo que atrae del archivo es lo que le falta, no lo que se puede consultar. Lo que interesa de la vida es lo que no se puede decir, y para eso escribimos. Por eso me gusta cruzar textos y fotos, porque quiero que hablen de lo mismo con lenguajes imposibles y diferentes”, señala el escritor cordobés.
Filo de claridad
–¿Cómo condiciona Google la búsqueda de un amor del pasado remoto? ¿Qué desajustes hay entre la pesquisa frente al monitor y la de largo aliento?
–Lo que separa a esas dos formas de búsqueda es el cuerpo. Y su correlato: el movimiento, el desgaste, el cansancio. Las ganas de abordar lo que cabe dentro del “googleo” nació de ahí: una suerte de malestar permanente, medio sordo, producto del día a día. La dependencia que alimento con dispositivos como la computadora y el smartphone es mi entuerto con el síntoma de época, el desmembramiento. Cabeza por un lado (reflejos que responden a estímulos de máquinas) y cuerpo por otro. Cuerpo propio y desconocido. Cuerpo temido y por eso ignorado. El algoritmo y las redes son maravillosos para eso y otras tantas cosas. Nos hacen sentir que la velocidad del pensamiento es la realidad del mundo tangible. Tenemos todo a disposición y rápido, nos dicen que podemos buscar y encontrar con una eficacia inimaginable hace un par de décadas. Pero también proponen la idea de que es posible vivir al compás del clickeo. Sugieren un desdén por lo que no sirve, el no registro del trayecto, la idea de que cualquier camino largo es de por sí anacrónico. En ese sentido, el texto es un gesto de catarsis, un intento por escribir ese punto anterior. Un hombre de cualquier época podría encontrar a su Érica si solo se dispone a escribir.
–Señalás la preeminencia del ojo y la retina en la actualidad y vaticinás un retorno a lo material o tangible. ¿Cómo nos atan las imágenes?
–El actual parece un ojo atorado. El deseo de volver a lo material es porque se impone la necesidad de parar la pelota. O sea: muere gente por sacarse selfies. Se desbarrancan, son atropellados. Parejas recién casadas, influencers que buscan atención y plata. Es como si nos estuviéramos apagando la luz con la luz. Hasta ese punto ha llegado la compulsión de la imagen, que nada tiene que ver con la fotografía. Creo en la fotografía como el arte más pegado al instante, pero por culpa de la técnica, no de lo que despierta conceptualmente. La forma en que nos atragantamos con imágenes neutraliza la mirada. La sobreabundancia es paralizante. Pantallas por todos lados y nunca un filo de claridad que nos despabile.
–Siendo que la web se conduce con criterios populares y de consumo, ¿qué sucede con el archivo? ¿Cómo se construye la memoria en internet?
–No somos mucho más que usuarios-consumidores. Nos prometieron la revolución más global de la historia moderna, capaz de permitir el acceso libre a las fuentes del conocimiento universal: una suerte de ilusión de archivo infinito, siempre en proceso, transparente. Pero eso mismo, que varios creyeron posible, terminó “privatizado” en sus resortes, espejando la estructura y modalidades del sistema de producción y consumo a través de la gestión y explotación de datos. El desarrollo tecnológico entero es producto de este sistema y existe el riesgo de una memoria utilitaria si ya la estamos viviendo: la premisa común es la circulación incesante de contenidos, no la preservación de las huellas. En ese sentido la infraestructura de Internet, y especialmente la web, son puro éxito. Y nos enfrentan a otra pregunta más difícil: ya no definimos los criterios que llevan a conservar las huellas de lo que producimos, porque lo que se pone a circular es tan abismal que excede las capacidades humanas. Pero, ¿de qué otro modo podrían ser las cosas? ¿Qué certezas tenemos a disposición para definir hoy aquello que se debe conservar o desechar?
- Dos maneras de dudar. De Diego Vigna. Editorial Los Ríos. 117 páginas. $ 1200
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