La Voz del Interior @lavozcomar: Los pies azules y el rincón del Manya

Los pies azules y el rincón del Manya

La vida en nuestros dormitorios era diferente según fuera de día o de noche.

Durante el día, había mucha vitalidad. Mi hermano practicaba con sus pinceles, mi papá escuchaba relatos de países lejanos en la radio de onda corta y mi mamá aplicaba sus destrezas de medicina casera. Se apoyaba con un botiquín lleno de ventosas para succionar los espasmos de espalda, dientes de ajo para espantar los parásitos y un ramillete de yuyitos serranos que le ayudaban a tirar el cuerito para curar los empachos. Todo formaba una mezcolanza de olores agridulces que se acentuaba con el perfume de la cera de los pisos, los que religiosamente se enceraban cada 15 días, y con la fragancia a tomate fresco y papa cruda para aliviar las quemaduras de sol.

Sobre la biblioteca, descansaban dos coloridas pelotas inflables de alguna playa que todavía no habíamos visitado, y dos pilas de libros. Una era de mi hermano, con libros de arte de Rembrandt y de Miguel Pablo Borgarello, y otra contenía los de “lectura obligatoria”, como mi mamá definía a “Platero y yo” y “Narciso y Goldmundo”.

La noche era otro cantar. De por sí los dormitorios eran oscuros en contraste con el luminoso living comedor. Un par de claraboyas no atrapaban luz suficiente, y los muebles de estilo provenzal y los pisos de madera color tierra mojada hacían que todo pareciera tan denso y tétrico como una selva enmarañada en medio de la noche.

Apenas mi hermano apagaba el velador, me hacía una bolita debajo de las cobijas para que no me vieran los espíritus de todos los muertos de la familia y no me encontraran los fantasmas que vivían debajo de mi cama o caminaban como gatos por los techos.

Una de esas noches sin luna, un chillido desgarrador, como de chancho antes de que lo degollaran en el matadero, nos arrancó de la cama. Provenía de la puerta que conectaba con el dormitorio de mis padres.

–Tota, despertate –dijo mi papá, abrazándola.

–No estoy dormida. Soltame.

–¡¿De nuevo soñaste con él?!

-No soñé. Me sacó las frazadas –dijo mi mamá, refregándose los pies azules por el frío y pidiéndole que le prestara la bolsita de agua caliente.

–Por favor, Tota, el pobre Manya hace meses que se murió.

–Me amenazó mil veces. Me repetía que volvería para asustarme: “Cuando me muera, le vuá a tirar las patas por abajo ‘e la frazada”. ¡Qué viejo jodido! –dijo mi mamá, deslizándose las manos por los brazos para quitarse la piel de gallina.

–Bah, bah, haceme el favor. Lo quisiste más que a tu papá. Mirá si va a querer asustarte.

–El Manya quiere que me acuerde él, te aseguro.

–Dejate de pavadas. Nadie vuelve del más allá.

–Livio, los espíritus existen. Acordate del Tito y del Juancín –dijo convencida, aludiendo a cuentos de familia de cuando los muertos les hablaban a los vivos.

Mi tío Tito contaba que la nona Antonia, su mamá, le había enviado una señal antes de morir. Cuando le anunciaron que ella estaba muy grave, viajó en tren de Tucumán a Clucellas para despedirla. Por la mañana, lo despertaron con unos golpes secos en la puerta de su camarote. Abrió y no vio a nadie. Miró la hora. Eran las 7:10 de la mañana. Cuando llegó a Clucellas, le dijeron que la nona había pegado su último suspiro a las 7:10 clavadas. “Se acordó de mí, es la mejor herencia que me dejó”, repetía con orgullo.

Similar mensaje recibió mi primo Juancín en el bar de Eustolia. Su hermana Norma, de 17 años, decidió que la simple operación de amígdalas se la debía practicar el “médico más churro de María Juana”. El día de la operación, Juancín estaba atendiendo detrás del mostrador cuando de pronto sintió que desde atrás le pegaban una cachetada en la frente. Se dio vuelta para defenderse, pero solo encontró la estantería llena de botellas. Eran las 11:15 de la mañana, la hora exacta en que mi prima murió por un exceso de anestesia.

Aquellas historias a las que se les sumaron el grito de mi mamá y el temor a que el Manya me sacara también a mí la frazada de los pies, agrandaron mi repertorio de miedos. Sin embargo, lo que más aterraba eran los recuerdos de los velorios de la familia. Tenía pegado en la punta de la nariz el olor a velas mezclado con el perfume de jazmines y el de la soldadura con la que sellaban los cajones. Me impresionaba pensar en los pedestales plateados de los que colgaban las coronas, igualitos a los del castillo de Drácula. También recordar el murmullo del rezo del Rosario me paraba los pelos de la nuca, sobre todo porque me veía abriéndome paso entre mis tías para llegar a primera fila. Desde ahí, miraba fijo a los orificios de la nariz para ver si era verdad que el alma se escapaba del cuerpo unos segundos antes de que cerraran el ataúd.

Con el tiempo, los miedos no desaparecieron como pensaba, pero logré controlarlos. Trataba de dormirme antes de que mi hermano apagara la luz, o me destapaba a propósito para que mi mamá fuera a taparme en medio de la oscuridad. Las noches que mejor dormí fue cuando mi mamá ordenó dejar “todas las luces prendidas” tras no perderse ni un solo episodio de Narciso Ibáñez Menta en “El hombre que volvió de la muerte”.

El rincón del Manya

Aquella mañana del chillido y los pies azules, mi mamá se levantó resuelta a rendirle más honores al Manya.

–Se lo merece, pobre viejo.

–¿Se lo merece? ¿O lo querés hacer para que no se te aparezca de nuevo a tirarte la frazada por las patas? –soltó mi papá, a las carcajadas.

–No seas desalmado –dijo mi mamá, sonriente y sorprendida, de que le deschavaran su doble objetivo.

Esa mañana creyó que el Manya le seguía enviando señales. El primer cliente que entró al bar fue un miembro del Concejo Deliberante de la ciudad. Miró para arriba y se sorprendió de pensar con los mismos términos futboleros que el Manya: “A este le voy a meter un gol de emboquillada”.

–¿Conoció al Manya Luna? –le preguntó al concejal mientras le servía una caña Legui.

–Por supuesto. De chico mi papá me llevaba a verlo todos los sábados. Metía unos golazos bárbaros.

–Usted que sabe mucho de la ciudad, ¿no cree que se le pueda rendir un homenaje?

–Buena idea. ¿Qué tipo de homenaje?

–No sé. ¿Usted qué cree? –le preguntó mi mamá, con la intención de que el concejal empujara el homenaje como idea propia.

–¿Una buena placa en el cementerio? –trató de adivinar el concejal.

–Eso es más para la familia. Necesitamos algo más. ¿No le parece ponerle el nombre de Manya Luna a esta calle?

–¿Cuál calle? ¡¿La Iturraspe?! –preguntó el concejal, desconcertado.

–Sí, o la Perú.

El concejal hizo una pausa y tomó un sorbo de caña antes de contestar. No estaba seguro si era una broma o si mi mamá hablaba en serio. En todo caso, eligió las palabras correctas para no ofender.

–Con todo respeto, doña. Se puede pensar en algo, pero no van a sacar el nombre del fundador de la ciudad o tampoco el del tercer país que liberó San Martín, ni siquiera para poner el nombre de Carlos Gardel.

Mi mamá sintió que le habían sacado limpiamente la pelota de los pies. Entendió el argumento y pensó que había exagerado, pero como no le gustaba darse por vencida, esa noche lanzó otra ofensiva contra mi papá. Primero le contó lo desahuciada que había quedado con la respuesta del concejal, y terminó tirándose con los tapones de punta.

–Livio, ayudame a escribir una carta.

–¿Para quién?

–Para el intendente.

–¡Te hacés o estás chiflada! Si querés, te hago una para el presidente también –bromeó mi papá.

–¡¿Qué?! No puedo porque soy mujer, porque atiendo un bar, porque no soy un político… Vos también, ¡por favor!

–Pará, pará. No te embales –dijo mi papá, y por temor a una trifulca, reaccionó como ella hubiese querido–. Contame, ¿qué querés ponerle?

–Decile que entiendo que no se puede nombrar una calle y bla bla blá… lo que vos ya sabés. Agregale que le dejo vía libre a la municipalidad para que elijan ellos el mejor homenaje. De repente se embalan, ¿quién te dice?

–Dejámelo a mí –dijo mi papá, y se puso a escribir de cabeza como si estuviera creando tangos y milongas para el libro de recetas de mi mamá.

Después de contar en siete frases largas la historia del Manya, remató la carta con dos párrafos que creyó que cerraban con moño: “Este homenaje podría ser la primera historia de un museo de la ciudad donde queden registrados los aportes y las vidas de los ciudadanos emblemáticos, no solo los importantes, sino también los más populares y queridos”.

“Sr. Intendente, esto ayudará a la salud emocional de todos, ya que la felicidad no solo se alcanza con trabajo y con obras públicas, sino también por incentivar a la gente a ser buenas personas, como lo era este gran hombre. Que la bocacalle de Iturraspe y Perú se llame Manya Luna o plantar un jacarandá en su nombre en el Parque Cincuentenario puede ser un buen homenaje. Imagínese un árbol por cada buen ciudadano que muere: en pocos años, San Francisco será la ciudad más verde y bella de todo el país”.

Entusiasmado, le leyó la carta a mi mamá. Ella miró para arriba para saborear mejor cada palabra y se le encendieron los ojitos. Le pidió agregar un párrafo como “broche de oro”.

–Ponele algo así como “no podemos permitir que solo los políticos se puedan hacer estatuas a sí mismos. Ya tenemos demasiados ídolos con pies de barro”.

–Tota, por favor. ¡¿Te crees de la oposición o qué?! Lo estás invitando a tirar la carta a la basura. Tenés que ser diplomática.

–Diplomática las pelotas. Que arreglen las calles; además, el agua sale con gusto a cloro. ¡No me digás que te achicaste!

–Para nada, pero no mezcles las cosas. Estás pidiendo un homenaje y lo estás espantando al pobre tipo. Lo pones a la defensiva al pedo. Mirá si te contesta: “Doña, y usted que lo quiere tanto, ¿por qué no se deja de joder y cambia el nombre al bar. En vez de Bar Nueva Pompeya que se llame Bar Manya Luna”.

–Siempre el mismo hereje, vos. Con lo que nos ayudó la Virgen. ¿Cómo se te ocurre?

–Yo no fui. Fue el intendente –contestó mi papá, a puras carcajadas.

Mi mamá se sintió atrapada, sin salida. Le pidió a mi papá que no llevara la carta hasta nuevo aviso: “Ya se me ocurrirá algo”. Pensó que debía hacer algo más por el Manya. Especuló que no era suficiente haber escrito una receta de cocina en su honor, “El feliz otoño de la vida”, y haber cerrado el bar dos días por duelo.

Dio vueltas y vueltas con el tema en la cabeza hasta que se dio cuenta de que el próximo homenaje había estado por largo rato frente a sus narices. Acomodó la silla del Manya en un rincón entre la pared y el mostrador principal, donde él se sentaba a degustar su copa de Viejo Viñedo. Y por lo bajo dijo la frase que esa mañana repitió como disco rayado a los 37 clientes que entraron antes del mediodía: “No puede sentarse ahí; ese es el rincón del Manya”.

Tiempo después, y con la ayuda de mis maestros en la escuela, le escribí una poesía al Manya. Sentí que debía sumarme a todos los honores que se le rendían en la familia, desde los de mi mamá hasta los de mi papá y mi hermano, con sus múltiples retratos con los que inmortalizó al Manya como si se tratara del prócer más querido de la historia.

No me resultó fácil escribir una poesía, ya que mis notas en Lenguaje eran tan bajas como en Matemáticas. Los primeros versos me salieron desparejos, sin rima ni ritmo, y con más sílabas que un libro, a las que mi maestro tachó sin piedad. Muchos coscorrones más adelante, terminé de escribir una poesía métrica con versos octosílabos, como el mejor aprendiz de Gustavo Adolfo Bécquer. Di vueltas varios días en busca del título, hasta que mi maestro, el hermano Antonio, tras una ardua indagatoria logró sacarme el título con tirabuzón. Titulé con la frase que lo llamaba al Manya cada vez que quería que me pateara penales o me corriera por el patio: “¡Che, Manya”!

Te fuiste sin vacilar

Al cielo fuiste a emigrar

Abandonaste el Pompeya

Te extrañamos en el bar

Recordaré tus deseos

Extrañaré tus consejos

Detrás mío en el Pompeya

Alma en busca de sosiegos

Sombrerito arrabalero

Refugio en el limonero

Indómito en el Pompeya

Compadrito y aventurero

Te pretenderán honrar

Quieres tu propio lugar

Tu rincón en el Pompeya

Jamás podrán olvidar

Cuando terminé de leérsela a mi mamá, se puso a llorar como cuando mi papá le leyó los tangos y milongas de “Cuatro estaciones”. Aunque no le salió palabra alguna, interpreté un “gracias, Nenuchín” por el fuerte abrazo con el casi me rompe las costillas.

Esa noche, aliviada y habiéndole contado los detalles de todos los honores propios y ajenos a mi papá, sintió que iría por más. Todavía quería meter un gol de media cancha, para quedar satisfecha del todo.

–Livio, tengo el mejor homenaje para el Manya.

–¿Qué se te ocurrió ahora? A ver, contame –dijo mi papá, con cierto resquemor y un suspiro prolongado.

–Tenemos que apurarnos.

–¿Apurarnos para qué?

–El Manya tiene un miedo bárbaro de que nos tengamos que ir de esta esquina. Aquí tiene su lugar en este mundo, tiene su rincón.

–Explicate mejor –dijo mi papá, desconcertado.

–Tenemos que comprar esta esquina, tenemos que apurarnos antes de que la compre otro –dijo mi mamá, decidida.

Mi papá sacudió la cabeza para los costados en señal de incredulidad y se echó a reír con ganas. Disfrutaba que ella, como siempre, lo envolviera con sus mañas con tal de salirse con la suya.

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: « Nació la esquina entre dos fiestas de Comunión”.

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