Armando a Maradona
Cuando los expertos en neurociencias quieren mostrarte cómo funciona la mente, te preguntan dónde estabas cuando ocurrió lo de las Torres Gemelas. Enseguida te vienen a la mente el lugar, el momento y con quién estabas ese 11 de septiembre de 2001.
A los maradonianos nos pasa lo mismo con el momento en que nos enteramos del fallecimiento de nuestro ídolo.
Aquel momento
Estaba en la caja de un supermercado. Siempre iba al mismo y compraba tres productos; dos en una mano, uno en la otra. Dos personas estaban delante de mí en la fila. La cajera de la mañana me saludó, porque ya me conoce. El primero en la fila estaba pagando. Era un señor mayor. Tenía problemas con su tarjeta de débito y la cajera le pidió otra.
Mientras esperaba, me llegó un mensaje de un amigo que curiosamente se llama Diego, pero que no me escribe todos los días. “Parece que murió el Diego”, con una imagen de televisión adjunta en cuyo videograph se leía un título en potencial.
Me quedé congelado; lo primero que pensé fue esperanzador. Tantas veces lo dieron por muerto y resucitó. Reenvié el mensaje a mi esposa y a otro amigo que también se llama Diego.
Cuando pagué, la cajera no entendía mi angustia. Caminé como un zombi. Era mediodía y el sol de noviembre pegaba fuerte sobre la plaza San Martín. A las 14 tenía que dar una clase virtual. Mi amigo Diego me manda otro mensaje: “Parece que fue un infarto”.
Subí a un taxi sin saber exactamente adónde iba.
Con el taxista nos separaba un plástico por la pandemia, pero la distancia en años de edad era escasa. Tenía la radio encendida y lágrimas en los ojos. Le dije mi destino y me respondió sólo “OK”. La radio no hablaba de otra cosa. Mientras yo revisaba el celular, me preguntó qué decían los sitios en internet. Le contesté que algunos aún hablaban en potencial, pero otros ya lo habían confirmado.
Bajé del taxi y los dos estábamos llorando. Ahora que lo recuerdo, me vuelven las lágrimas. Ese taxista desconocido fue mi compañero de duelo en ese momento. Y sin pandemia, seguramente nos hubiéramos dado un abrazo.
Me llamó un amigo que no es maradoniano pero tampoco anti, y me habló como si me estuviera dando el pésame por la muerte de un familiar. “No quería molestarte, pero sé lo que debes estar sufriendo”. No me voy a olvidar nunca de ese acto: la empatía del que no siente lo mismo que uno, pero reconoce tu sentimiento.
Llamé a unos amigos para darles mi pésame, porque sabía que se les había muerto alguien muy irreconocible.
“El Diego no va a morir nunca”, dijo el siempre optimista Facu. Pensé que era cierto, pero en ese momento me dolía saber que Maradona ya no iba estar.
Nunca más fui a ese supermercado. Cuando voy caminando por esa cuadra, me cruzó de vereda. La cajera pensará qué le pasa a este tipo que venía todas las semanas a comprar tres productos. O es probable que ni lo recuerde, sólo que no quiero volver a ese lugar porque me vuelve a ese recuerdo y a ese momento.
Una larga pasión
Para mí, Maradona nació cuando mi papá me contó que un periodista iba a ver a Argentinos Juniors porque en el entretiempo entraba un niño a hacer jueguitos y estaba 15 minutos sin que la pelota se le cayera.
A veces jugaba a pegar la pelota en el travesaño y no se le caía. Ese pibe, luego, dejó los entretiempos y pasó a jugar en primera. El periodista lo empezó a seguir, desde aquel debut ante Talleres hasta su último partido. Ese periodista que deleitaba con la máquina de escribir se convirtió en el más gritón de los gritones en los programas de gritos sin opinión.
Después vino el Mundial Juvenil de Japón, que pareció armado para verlo a él. Primer campeonato mundial juvenil para Argentina, la gaseosa más famosa empujando su imagen y sus rulos. Levantó la copa y todos comenzamos a ilusionarnos con el Mundial 1982.
Todos recuerdan dónde estaban cuando sucedió lo de las Torres Gemelas, y los maradonianos recordamos tres momentos: donde estábamos cuando ocurrió el gol más famoso, cuando le cortaron las piernas y al enterarnos de su muerte.
Una tarde de sol
Maradona camina el 22 de junio de 1986 por el agobiante calor mejicano. Una sombra marca el centro de la cancha. El primer tiempo termina 0-0. Los ingleses nos habían ganado la guerra hacía sólo cuatro años. No era una revancha, pero se parecía. Al menos eso sentíamos los pibes que estábamos cursando la secundaria. Diego Maradona llevaba un solo gol en el Mundial, ante Italia, en primera ronda. Venía del fracaso de 1982 y el equipo jugaba lindo, pero en pocos minutos Diego se subía al trono del fútbol global para no bajarse más.
Como algunos hechos que el tiempo mejora o perfecciona, nadie recuerda el primer gol. Se gritó como uno más, se recuerda el reclamo de Shilton y de un defensor. Pero Argentina ganaba 1 a 0. El comentarista no profundiza en que sea mano. La “mano de Dios” y demás van a llegar con el tiempo, con las declaraciones y las repeticiones. Es un gol que se hizo famoso después.
Luego llegó el otro, al que el relator vio venir. Lo gritó como que se trataba de una joya del fútbol mundial. Recuerdo a mi hermano tirarse al piso de rodillas y besando el televisor, mi papá gritando enloquecido y mi vieja reclamando a mi hermano que no tirara el televisor. Después vino todo lo que sabemos. Dos goles a Bélgica, pase a Burruchaga en la final y levantar la copa. El cénit del fútbol mundial.
Las lágrimas en Italia, la enfermera en Boston, en el Mundial 1994. A la mañana siguiente del doping, yo caminaba por la misma plaza San Martín y todas las caras eran las de alguien a quien se le había muerto un ser querido.
Mi peor Maradona
En 1988, no había forma de saber cuánto costaba una camiseta del Napoli ni dónde comprarla. Una gran amiga de mi vieja viajaba a Italia para un perfeccionamiento, porque era profesora de italiano. Apenas me enteré, comencé a ahorrar. Un ahorro difícil porque no tenía objetivo de monto. Era juntar todo lo que podía comprar de dólares o liras italianas y rogar que alcanzara.
En ese momento trabajaba en una radio y el sueldo era algo así como 100 australes. Me ofrecieron hacer vestuario los domingos en fútbol y dije que sí, sin consultarlo con mi viejo, todo fuera para ahorrar un poco más. Significaba perderme los domingos los tallarines de mi nonna.
Llegó la fecha en que se iba la profesora y unos días antes viajamos a Córdoba a comprar dólares porque liras no había. Le entregué todo lo que había ahorrado, más unos préstamos de abuela y viejos. “Traeme la de Maradona”, fue el único pedido.
Los dos meses más largos de mi vida fueron estos, en competencia directa con los dos últimos antes de que nacieran mis hijas. No había internet; no había noticias. Sabía que había hablado por teléfono con mi vieja en una oportunidad, pero no le había dicho nada de la camiseta.
No bien volvió de Italia, le dije a mi vieja que fuéramos a su casa. Mi madre me explicó que ella había estado dos meses afuera y que merecía estar con su familia y sus cuatro hijos; que pronto nos vendría a visitar.
El día llegó y la profesora de italiano golpeó la puerta. Venía con una bolsa. Se abrazaron y charlaron con mi mamá, sin captar mi desesperación. Después de varias anécdotas, la mujer buscó en la bolsa y sacó un paquete naranja.
Yo ya no pude guardar la compostura.
–Decí gracias –me retó mi madre.
Dije gracias mientras comenzaba a romper el papel. Lo abría, pero no se veía nada celeste ni blanco. Cuando terminé de sacar el paquete, el color que preponderaba era rojo y negro. “Te traje esta porque este equipo salió campeón y todo el mundo andaba con esta camiseta”, dijo la profe.
Intentaba mantener la sonrisa diplomática, mientras mi corazón caía al piso. Mi mente leía “Mediolanum”, que era el sponsor del Milán, poderoso del norte y eterno rival del Napoli. Encargué la de Boca y me trajeron la de River.
Mi mamá no tuvo mejor idea que pedir que me la probara. Y me la tuve que poner. “Te queda bárbaro”, decían, mientras lo único que sentía era ganas de llorar; todos mis ahorros gastados en la camiseta de uno de los peores rivales. Pedí permiso y me fui a mi habitación. Cuando la amiga de mi madre se despidió, pude largar el llanto.
–¿Cómo te vas a poner así por una camiseta? –me dijo la vieja–. Ya vas a ver cuando venga tu padre.
Fuimos a Italia con mi familia hace unos años. Visitamos todos los lugares habituales y un día arribamos a un local de camisetas. Dybala, Messi y Ronaldo ocupaban más de la mitad del local. En un momento la vi. Estaba allí, celeste, radiante, con un 10 sobredimensionado y el logo del Napoli del lado del corazón. Caminé hasta ella sin saber qué decirle. Se acercó mi esposa, que escuchó mil veces la historia de la profe de italiano.
–Comprátela –me dijo. Pregunté cuánto costaba y el italiano me dijo el precio y que si la llevaba me hacía descuento en la del Bati, reconociendo mi origen argentino.
Me ofreció una bolsa, pero me la llevé puesta. Habían pasado exactamente 30 años y tenía mi camiseta del Napoli bien cerca de mi corazón. Esa camiseta me puse para dar clase –gracias a la virtualidad– el día que falleció Diego. El día que debimos abrazarnos con el taxista. El día que no voy a olvidar.
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