El parque de los muñecos
Dos definiciones.
“El museo es el hogar de colecciones enciclopédicas de instrumentos musicales, atuendos, accesorios, armas antiguas y armaduras de todo el mundo”.
“En las salas se presenta una notable variedad de automóviles y carruajes, también hay una colección de instrumentos musicales y de iconografía católica. Hay un área de arqueología americana y una exposición sobre el mar”.
Uno de esos es un fragmento de la entrada de Wikipedia del Museo Polifacético Rocsen, de Nono, Córdoba. El otro es del Museo Metropolitano de Arte, el “MET”, de Nueva York. El primero es la colección empecinada de un hombre en Traslasierra. El otro es una prestigiosa institución con varios mecenas, en la capital del mundo occidental.
Quien haya tenido la fortuna de visitar ambos sabrá que hay mil y una diferencias entre ellos. Pero, también, que algo los une. Podría ser la vocación de reunir objetos de la cultura del mundo bajo el mismo techo (con mayor o menor rigor científico en el archivo, según el caso). Podría ser la imposibilidad de saber cómo llegó cada pieza a ese lugar.
Lo cierto es que según desde dónde se mire, se puede en un ejercicio de caprichoso paralelismo señalar que “El Rocsen es nuestro MET” o que “El MET es el Rocsen de ellos”.
Para algunos, esa comparación puede resultar provinciana; para otros, un esnobismo cosmopolita; para otros más, un guiño irónico. También, puede ser las tres cosas juntas.
Tren fantasma
Una idea similar tuve hace pocos días, durante un viaje por la zona de La Cumbre. Una amiga insistió en que no dejara de ir a “Los Cocos Park”. No se trata de la aerosilla y el histórico laberinto de ligustros, sino de un parque de juegos infantiles que nunca había visitado.
Cuando llamo por teléfono un señor me explica brevemente que abre todos los días del año. “To-dos”, repite cuando pregunto si está seguro. Así que un martes de octubre emprendemos el paseo.
En la cima de un cerro al que se llega en auto, emerge el portal de hierro con el nombre en letras imprenta. No es “Parque Los Cocos”, es “Los Cocos Park”, con esa sintaxis del inglés que le da su propia mística.
La entrada es gratuita. Al ingreso, el portón de hierro se abre como un portal de Narnia que transporta a un paseo que alguien parece haber congelado en la década de 1980 o de 1990: hay videojuegos de Pacman con palancas de bolita, un paseo en elefantes mecánicos que parecen Dumbo, un gorila tamaño real que por un par de fichines se golpea el pecho.
De hecho, el primer flashback es escuchar de la señora que nos recibe la palabra “fichas”. Tras la compra de una docena de esos cospeles acanalados, preguntamos si para usar el trencito eléctrico o el monorriel tenemos que esperar que alguien que nos asista.
–No. Meten tres fichas y anda solo. Eso sí, hay que apurarse para subir al vagón.
Insertamos las monedas, desde un altavoz la grabación de una voz de hombre con ligera tonada cordobesa anuncia “Atención, el tren está por partir”, la locomotora resopla y sale. Las vías del tren rodean el cerro y los vagones pasan por distintas paradas. Lo mismo hace el monorriel, que de un lado se asoma al abismo serrano y, del otro, a una galería de figuras alucinadas.
Cada posta del tren y del monorriel tiene una vitrina con un muñeco en situación insólita: un Yoli-Bell medio tuerto, como el bebote de Toy Story 3, que te tira agua: una muñeca de pelo de lana que mueve un cuchillo; una Barbie de vestido raído que gira al son de un vals infernal.
La escena se repite en todos los juegos: cuando el transporte atraviesa una parada, cada uno de esos dioramas activa su mecanismo de movimientos repetitivos.
Algunos intentan ser dulces cuadros; por ejemplo, el de muñequitas de bucles rubios cortándose el pelo. Pero el hecho de que se trate de juguetes de estética vieja en situaciones de adultos (en una iglesia, en el dentista, hay hasta uno sentado en el inodoro leyendo un diario) los convierte en escenas del tren fantasma de una kermese, fotos de una película de terror de hace 40 años.
Por supuesto, lo que asustaba a los niños que fuimos causa una extraña ternura en los adultos que somos. Si no hubiera sido porque llegó la hora del cierre, hubiera gastado mi sueldo en fichas, como una ludópata en un casino.
Los Cocos Park no es un artefacto de manierismo-retro. No busca deliberadamente causar nostalgia, no agrega capas de sentido irónico en su propuesta. Las únicas capas son los años que pasaron mientras el lugar permaneció sin cambios. En todo caso, si hay un regodeo kitsch corre por cuenta de quien mira.
Lo que despierta el paseo va más allá del obvio comentario de “qué bizarro”. Instala una pregunta que me acompaña días después de abandonar ese lugar, mientras miro obsesivamente las fotos que hice esa tarde.
¿Quién es el relojero loco, el inventor de poleas y engranajes, que imaginó y creó este resort de Chuky, esta ciudad de juguetes zombis, estas reliquias espeluznantes y encantadoras?
El inventor
En internet encuentro el nombre del dueño: René Vicari. Tras un par de llamados, doy con él, para hacerle la única pregunta que tengo.
Vicari atiende desde algún lugar de La Cumbre. Cuenta que padece un glaucoma que no le permite ver bien y por eso ya casi no va al parque, pero dice que trabaja con gente que se encarga de continuarlo.
Comenzó en Rosario, donde nació, como dueño de un parque al que no le fue bien y terminó vendiendo. En Córdoba, se enamoró de “esa montaña”, como la llama, compró el terreno, se trajo algunas de las máquinas que le quedaban y construyó otras.
Eso fue en la década de 1990, pero tiene interés por los artefactos desde joven, cuando ya se daba maña: fabricó semáforos de tránsito, puertas automáticas, alarmas.
Un día, ya en Córdoba, se topó con un contenedor lleno de material de descarte de fotocopiadoras e impresoras. Preguntó si se las podía llevar y con esos restos, unos muñecos que compró y un poco de ingenio, construyó sus autómatas.
“Acá no usamos cosas digitales, son todos motorcitos y timers para el tiempo de funcionamiento”, dice. Y lamenta que los muñecos estén ya un pocos viejos, cree que es hora de cambiar varios.
Cuando era más joven recorrió parques de juegos en todo el mundo. “Estuve en todos lados, saqué ideas de Disney y del mejor parque que vi, uno que está en Alemania, Europa Park”, cuenta.
–¿Le puedo preguntar cuántos años tiene? –le digo.
–82. Soy un pibe, por eso juego con muñecos.
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