Jueves por la noche, asados y “cena de amigos”
En el patio continuaban las diferencias que había en el bar entre quienes usaban apellidos y sobrenombres. Los changarines hacían sus asados al mediodía debajo del limonero, a pleno rayo del sol. Los amigos de la mesa de mi papá asaban los jueves en la “cena de amigos”, abrigados bajo la parra, para que el frío no bajara por los hombros y calara hasta los huesos.
Raúl Daguero, proveedor de vinos, cervezas y gaseosas, quien le había regalado a mi mamá el cartel de naranja Crush que daba la bienvenida al bar Nueva Pompeya, tenía tres pasiones: pescar, asar y contar historias tan fascinantes como las del tío Tito. Viajaba todos los fines de semana al río Paraná. Traía dorados, sábalos y “cualquier bicho que anduviera nadando por ahí”. Los adobaba con anécdotas que pescaba por el río.
A diferencia de los changarines, no usaba carbón ni querosén, sino leña que prendía con papel y muchos insultos. Preparaba una “salsa Daguero” con moscato, cerveza, rayadura de limón y unas pizcas de condimentos secretos que canjeaba con mi mamá. “No le pongo mucho menjunje de doña Tota, porque si no ella se lleva todos mis aplausos”, repetía cada jueves.
Abría los pescados en mariposa, los sumergía en su salsa y los envolvía en papel manteca para que no se “escaparan” de la parrilla. Prendía un sol de noche a querosén para potenciar una luz debilucha sobre la mesa de granito. Miraba fijo las brasas y me contaba cuentos sobre yacarés, víboras y yaguaretés que venían flotando desde el Amazonas en camalotes tan grandes como camiones.
–¿Lo vio a Tarzán? –era mi querosén para encender sus historias.
–No, Nenucho, esta vez no. Pero vi algo mucho mejor.
Me quedaba inmóvil junto a él, como en una matiné del cine Mayo, pero sin pantalla. Mi hermano, mientras tanto, desde un rincón observaba y practicaba dibujando sombras y siluetas, como le enseñaba el tío Borgarello.
–Tuve que tirarme al agua para matar a dos cocodrilos que se estaban comiendo mis dorados –relató con sus ojos clavados sobre la parrilla.
–¿Los mató?
–Sí, Nenucho. Les encajé este cuchillo cuatro veces y les abrí las mandíbulas para que no me pudieran clavar esos colmillos draculientos.
–¿Lo mordieron?
–Ya me curé –contestó, mostrándome el brazo–, pero cuando los estaba acuchillando vi un resplandor que casi me deja ciego.
–¿Un submarino?
–Eran 12 delfines, rojos como estas brasas, tirando de cadenas.
Miré fijo las brasas incandescentes y vi un remolino azul, como cuando miraba fijo hacia el sol. Vi los delfines. Tuve miedo de que terminara la historia, así que puse cara para que siguiera.
–Saqué la cabeza del agua y venía a todo vapor una luz más resplandeciente que el Sol.
–¿Un barco?
–No, Nenucho. Era un camalote de oro, grande como una carroza de corso –me dijo, mientras extendía los brazos hacia la parra– y enfrente había tres indios altos con plumas y collares de oro, con unas cadenas de donde tiraban los delfines. Atrás de los indios estaban sentados seis leones de oro que tiraban fuego por la boca.
–¿Adónde iban?
–No sé, Nenucho. La corriente los venía arrastrando río abajo. Salen a pasear por el rio cuando la luna está apagada, pero a veces se pierden.
–¿De dónde salen?
–De una ciudad perdida en la selva, allá arriba en el Amazonas, toda de oro.
–¿Fue con ellos?
–No, la ciudad es maldita. Los indios convierten en estatuas de oro a todos los exploradores y ladrones que quieren robar sus secretos.
–Entonces, ¿todos los leones son de oro? ¿Los puede usar el tío Tito en el circo?
–¡Qué buena idea, Nenucho! En el próximo viaje, en vez de matar cocodrilos voy a cazar leones de oro para tu tío. ¡Será el circo más famoso del mundo!
Tal vez las monedas de oro que nos había regalado el tío Tito las había traído de esa ciudad. “Le pediré que me lleve”, pensé. Las historias de Daguero terminaban cuando los pescados estaban a punto de saltar sobre la mesa y aparecían uno a uno los amigos de mi papá.
–Ustedes siempre a tiempo como relojitos, ¿no? –les reclamó Daguero–. Hoy se van a chupar los dedos.
–Como siempre, Raúl –reaccionó mi mamá, mientras abría la ventana de la cocina de par en par para que entraran los sabores del patio.
Pasaron en fila india por la puertita falsa Godino, Bosio, el menor de los Ronconi, Galera, el Ángel González, el gordo Udrin, el Titi Gilli…
–Che, pará, pará, ¿vos te equivocaste de horario? –dijo mi papá cuando advirtió que Galera se había colado– ¿Qué hacés por acá?
Galera estaba medio perdido, como angustiado, muy distinto al Galera de día, arrogante y malo. Mi papá me pidió que llamara a mi mamá.
Ella salió y se mostró confundida. Pensé que se armaría la gorda, ya lo había echado a Galera tres veces y le había advertido que a la cuarta se acabaría el Nueva Pompeya para él. Repentinamente cambió de cara y sonrió.
–Buenas noches, Galera, ¡qué gusto verlo a estas horas! ¿Qué lo trae por aquí?
–Nada, doña Tota. Tengo que descargar camiones en el molino a las 4 de la mañana. Tengo miedo de estar tarde. Estoy haciendo tiempo.
–Bienvenido, entonces. Siéntese con los muchachos –respondió mi mamá, dejando a mi papá con los ojos tan abiertos como pescado.
“Y a esta, ¿qué le pasó?”, pensó mi papá, “quiere estar bien con Dios y con el diablo”. Se le acercó disimuladamente, en busca de una respuesta.
–¡¿Qué querés que haga?! Tiene algo debajo de la camisa; no pude ver si es un cuchillo o un revólver. Cuidate, que no haga una locura, por Dios –le susurró mi mamá.
Aunque los pescados estaban listos para el ataque, Daguero no permitía pegar el primer bocado hasta después de contar una historia para “despertar la noche”.
Yo rezaba para que no lo hiciera, pero todos la esperaban. Relataba cuentos de muertos, espíritus y sobre la luz mala. Era el único momento en que mi hermano abandonaba sus lápices y yo miraba al piso, con miedo de ver que, de nuevo, las sombras caminaran solas y se treparan por las paredes.
Daguero narró: “Era una chica hermosa, con la cabellera roja como las brasas. Bailó toda la noche en los Bomberos con un chico de Josefina, y en un descuido se manchó su inmaculado vestido blanco con Coca Cola. Él, muy galante, la acompañó hasta la casa. Le dio un beso y le dijo que la pasaría a buscar el próximo sábado. Perdidamente enamorado, regresó a la semana siguiente y golpeó la puerta. “¿Está Cecilia?”, le preguntó a la mamá. La mujer rompió en llanto. Le dijo que Cecilia había muerto hace dos años. Él sintió como si lo atropellara un camión. No le creyó y se fue directo al cementerio con dos policías. Abrió el ca…”
Justo en ese instante, la puertita falsa cobró vida con un estruendo tan fuerte y seco como si le hubiese caído una lluvia de meteoritos. Hasta los pescados sobre la mesa saltaron del susto y todos aspiraron profundo como si estuviesen por tirarse debajo del agua.
–¡Qué lo parió! Esto parece que lo patrocinó Pescadería el Julepe –gritó mi papá, con una carcajada contagiosa, con la que todos trataron de recobrar el aliento.
–Galera, ¿estás ahí? Galera –gritó alguien desde la vereda, y golpeó con más intensidad.
Galera siguió mirando fijo hacia las brasas, sin escuchar. Mi mamá descifró la voz y fue a abrir.
–Zorrino, ¿qué hace por aquí?
–Busco a Galera.
Fue la última frase que se escuchó. Cuchichearon por un minuto. El Zorrino se fue y mi mamá volvió sonriente. Le puso una mano a Galera sobre el hombro.
–Coma tranquilo. Le dije al Zorrino que esta noche puede dormir en la piecita de los cachivaches. Se levanta temprano y va al molino. Le daré un catre para que esté cómodo.
Mi papá se revolcaba por dentro. No entendía nada. Se acercó a mi mamá para saber que le había dicho el Zorrino, pero todos esperaban el remate de Daguero.
–Seguí Raúl. Los policías abrieron el cajón y… –dio el puntapié inicial Godino.
–Lo abrieron y el pobre muchacho vio que Cecilia estaba ahí adentro, muerta, enterrada viva, pero como si recién hubiera despertado. Tenía el vestido manchado y estaba sonriente con ganas de besarlo e irse al baile.
–Ay, por favor, Daguero –le reclamó mi mamá–, ¿por qué no se ponen a pelear con el fútbol? Es más saludable que estas tonterías. Mire como está el Nenucho.
Yo seguía mirando fijo al piso, con miedo de que las sombras se dispararan. Mi hermano me había dicho que esos cuentos de Daguero eran falsos. “Son leyendas populares, no tengas miedo”, me explicaba.
–¡¿Qué hacés?! ¡¿Estás loca vos?! ¿Qué te dijo el Zorrino? –preguntó mi papá a mi mamá pidiéndole explicaciones, mientras le arrebataba el catre para Galera.
–Pobre tipo –le respondió mi mamá–; esta tarde se le murió su hermana melliza. La estaban operando del apéndice y los médicos le pusieron mucha anestesia. Le dio una crisis de nervios, se perdió de la cabeza y se escapó. No lo encontraban por ningún lado, hasta que al Zorrino se le ocurrió venir por aquí.
–Entonces es mentira la changa a las 4 de la mañana.
–¡Qué se yo, Livio! El pobre está perdido.
–Pero, por favor, date cuenta; que perdido ni perdido. Tiene un arma. Debe querer ir al sanatorio para matar a los médicos. Y vamos a ser cómplices.
–¡Qué estás diciendo! ¡Por favor!
–¡Por favor las pelotas! Si mata a alguien y está borracho, van a decir que nosotros somos los culpables. Y te recuerdo que yo ya pasé una noche en el calabozo.
–Pero Livio, no seas malo, el pobre hombre está destrozado.
–Inventate algo, pero este Galera ni muerto duerme aquí –sentenció mi papá.
Otro jueves de amigos
Un jueves, Daguero llegó de mal humor, fracasado. No había podido pescar ni siquiera un bagre. No me quiso contar anécdotas del río ni “despertar la noche”. Los carniceros del barrio, González y Udrin, tomaron su posta y cocinaron.
Mi mamá sabía que, además de vender carne que les mandaba el frigorífico, vendían otros productos que cazaban por los campos vecinos. Cuando ellos cocinaban, prefería dejar cerrada la ventana de la cocina.
–Venga, Tota –insistió González para que mi mamá saliera al patio–; pruebe esta carne blanquita y crujiente. Si adivina, se gana otro lechón –le dijo, recordándole la primera Navidad de mis padres en San Francisco, cuando ganaron en su carnicería una rifa con el 1957, el número de aquel año.
–Muy rico –dijo algo desconfiada–. ¿Qué es? ¿Perdiz? No, no, ¿conejo? Sí, sí, conejo.
–Frío, frío –replicó González, sonriente.
–Liebre, entonces; sí, sí, liebre –dijo, mirando hacia arriba y buscando que su paladar de experta le diera mayores pistas.
González largó una carcajada y mi mamá se sintió en problemas.
–¡¿Qué me dio, González?! –le dijo, sin ganas de obtener la respuesta.
–Cola de igua…
González no terminó la frase y el chorro de mi mamá saltó un metro hasta estrellarse sobre su pecho, contra una camisa que todavía crujía almidonada.
Mi mamá dio un zanco marcha atrás, con tan mala suerte que pisó una bolsa de arpillera que el gordo Udrin tenía al lado de una sartén con aceite en ebullición. La bolsa tenía vida propia, con unas protuberancias intermitentes como estrellitas de la Vía Láctea.
Mi mamá pegó otro tranco hacia el frente, para llegar con vida a la puerta del comedor. En el intento, tuvo peor suerte. Enganchó una pata de la parrilla, y una ristra de chorizos voló por los aires. El gordo Udrin trató de abarajarla y se fue de bruces contra el piso. González intentó sostenerlo, pero el peso de Udrin le ganó. También terminó de culo y despatarrado contra el piso. Galera se olvidó de su hermana y todos se doblaron en dos; se agarraban la panza, pero no le salían sonidos ni carcajadas, como en las películas de Chaplin.
Aquella noche escaseó la comida, pero las carcajadas siguieron hasta las 3 de la mañana, potenciadas cada vez que algún vecino golpeaba la puerta para reclamar silencio. Mi papá trajo cuatro frascos de uvas moscatel de postre. Tal vez el alcohol de las uvas incentivó la gresca que, como cada jueves, involucraba a mi papá y a Godino.
El domingo se jugaba el partido más importante de la historia de los superclásicos. River visitaba a Boca en la Bombonera. Los dos estaban punteros con 39 puntos, pero River le llevaba 20 goles de ventaja, gracias a Luis Artime. A Boca no le alcanzaba el empate. Y quedaban dos partidos.
–¡¿Qué van a ganar ustedes?! –le chantó mi papá a Godino– Tenemos un equipazo, los vamos a reventar –y de memoria le tiró la alineación–. Carrizo, Sáinz, Ditro, Varracka y Echegaray; Pando, Cap, Samari y Delem; Artime y Frojuelo.
–Ojo, Livio, no estaría tan seguro. Mirá que juegan en la Bombonera. Ya los destruimos en el Monumental.
–Te juego que les ganamos 2 a 0. El que pierde paga la cena del jueves.
–Mirá que sos corajudo. No ganan desde el ‘57. Ya tienen la maldición arriba.
–Pero de qué hablás. Les metimos cinco campeonatos seguidos; solo les dejamos ganar en el ‘54.
–Nunca más ganaron nada, no jodas. El domingo quedarán segundos, como en el ‘54 –le gritó Godino del otro lado de la mesa.
–¡Qué tenés que levantar la voz! ¡Flojito!
–Flojito tu abuela, pelotudo.
–¡Andá a cagar! –le reprochó mi papá, tirándole un pedazo de pan.
Mi mamá revoleó los ojos y cerró la puerta del comedor. Sabía cómo terminaban los Boca-River.
–Calentito’ los panchos –se burló de mi papá–. Vas a ver que el domingo Roma ataja un penal y Valentim les llena la canasta.
–Andá a cagar. El que les va a llenar la canasta es el brasileño, pero Delem, no Valentim, boludo.
–Más boludo será tu abuela, pelotudo.
Mi papá saltó como un resorte. Estaba colorado, echaba humo y le apuntó a Godino con los puños. Godino se quedó en el molde. Ya había perdido otra noche de superclásico por dos manotazos a uno. Pero cuando mi papá trató de ir del otro lado de la mesa, González lo abrazó y empezó a cantar “dale River, dale River”. Mi papá trató de sacárselo de arriba para seguir hacia Godino. González lo apretó fuerte y le chantó un beso ruidoso sobre el cachete. Mi papá se empezó a reír y perdió las fuerzas: “Salí, asqueroso”.
González era de San Lorenzo y neutro en las batallas por el superclásico. No quería que sucediera lo mismo que el año anterior, cuando Valentim le encajó unos golazos inolvidables a River en el Monumental y mi papá, en represalia, suspendió las “cenas de amigos” por tres semanas, una por cada gol.
Continuará.
Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “Los (casi) tres asesinatos”
https://www.lavoz.com.ar/opinion/jueves-por-la-noche-asados-y-cena-de-amigos/
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