La Voz del Interior @lavozcomar: Finalmente, milonga: “Pebeta hermosa, esquina mía”

Finalmente, milonga: “Pebeta hermosa, esquina mía”

Vi a mi papá afligido y ansioso. Estaba sentado en la mesa de granito del patio, ensimismado, mirando fijo sin ver nada. Prendía un cigarrillo tras otro y los dejaba a la mitad. El cuadro era preocupante, aunque también hermoso. Lamenté que no estuviera mi hermano para retratar el momento: unas bocanadas de humo que coloreaban todo de un grisáceo tornasolado, atravesadas por los rayos que pedían permiso entre las hojas de la parra.

Me senté junto a él sin decir nada. No me miró, pero me sintió a su lado; espantó el humo de mi cara. Noté que lo embargaba una sensación de angustia, como si un elefante le hubiera pisado el pecho y sacado el aire. Si no hubiera tenido que guardar la compostura de padre, seguro que se hubiese largado a llorar como cuando la nona Chinta hizo bajar el colchón del Ford de don Godino y no lo dejó viajar a San Francisco para estudiar de los Hermanos Maristas.

Mi mamá apareció rauda al rescate, como el Llanero Solitario.

–Livio, ¿querés un Gancia? –le preguntó, disimulando que llegaba adrede.

–No. Nada.

–Nenucho, andá a buscarle una Coca Cola a papi.

–Te dije que no quiero nada.

–Nenucho, andá, buscala –porfió mi mamá, poniéndole una mano sobre el hombro y la otra sobre mi cabeza.

Noté que la Coca Cola era una excusa para quedarse a solas con él. Quería arrancarle unas palabras y descifrar su angustia. Mi papá no era de muchas palabras. Era peor cuando estaba afligido: se cerraba hermético. Mi mamá le reprochaba que, en su aflicción, él se flagelara, muchas veces por culpas que no le correspondían.

Fui a buscar la Coca Cola que a nadie le interesaba. Frené a medio camino y me escondí detrás de unos cajones vacíos, para escuchar.

–Contame, viejo. Contame que te pasa –le pidió mi mamá, tratando de ayudarle a que desnudara sus penas.

–No puede ser que don Bry me haya negado el aumento que me venía prometiendo desde hace un año.

Mi mamá se alegró con la respuesta. Rara vez, en ese estado, podía arrancarle un par de palabras.

–Pero… ¿eso es todo, Livio? No podés estar así por algo tan simple.

–Encima me dijo que no me pagará el aguinaldo porque tuvo muchas pérdidas y la inflación se lo comió.

–¿Eso es todo? ¿Y por eso te hacés tanto drama?

Mi papá infló el pecho para empujar las palabras. Todavía tenía cara de fuerzas flacas y la autoestima por el suelo.

–¿Te parece poco? ¡Estoy harto! Nunca podremos llegar a tener esta puta esquina. Es una tortura.

Mi mamá se alegró aún más. Se trataba de una angustia pasajera. Había tenido miedo de que fuera algo más profundo, que no pudiera dominar. Pensó que el desconsuelo de mi papá por la esquina era pan comido, algo simple de resolver, no le implicaría una labor titánica como otras veces.

Le sacó el octavo cigarrillo de entre los labios y le apartó la mano del mentón. Notó que mi papá ya había cambiado el semblante; estaba más aliviado.

–Te entiendo –le dijo mi mamá–, pero no te aflijas. Acordate que después de cada tormenta sale el sol.

–Sí.

–No me respondas sin pensar. Acordate. Si ponemos energía en lo que queremos, siempre al final lo tendremos.

–Fácil decirlo. Te quiero ver a vos trabajando todo el día como un burro y que no te valoren.

–Me lo vas a decir a mí, ¡por favor! –le reprochó–. Lo que te quiero decir es que vos siempre te ponés pesimista y cantás esos tangos derrotados. No te podés caer por tan poco.

–No lo puedo evitar.

–Acordate. Con solo poner lo que querés en la mente, ella solita busca la manera de lograrlo.

–¡Qué te pasa a vos! ¿Te convertiste en monje tibetano?

Mi mamá se rio y volvió a la carga.

–De lo que te hablo es que te olvides del trabajo y del sueldo… son instrumentos nada más. Lo más importante es apoderarte de la esquina en tu mente, como si ya fuera tuya.

–Pero no digas pavadas, Tota. Si no tenemos un mango, ¿cómo la vamos a comprar?

–No me entendés. Quiero decir que tenés que estar positivo y las cosas se darán solas. Dejá de torturarte ahora por cosas que no podés cambiar. Pensá que pronto tendremos la esquina… o pensá que ya es tuya.

–Voy a buscar otro trabajo.

–Livio, buscá otro trabajo si querés, pero no dejés de enfocate en la esquina. Lo único que hay que pedirle a Dios es que nos dé salud, porque el resto viene por añadidura.

–Bueno, pero hay que tener un poco de suerte también. Era parte de tu fórmula del éxito, ¿no? Jugabas a la quiniela como loca –le replicó en tono burlón.

–Sí, yo sé –se rio mi mamá–, una pizca de suerte nunca viene mal.

–No vamos a poder comprar esta esquina.

–No entendiste nada de lo que te dije. Parece que estoy gastando pólvora en chimangos.

Mi papá dejó de escucharla. Clavó los ojos hacia adentro. Cada vez que estaba atormentado, sentía unas ganas bárbaras de agarrar su armónica y escribir rimas de tango. Quiso seguir con aquel tango a medio hacer, el tango sobre la esquina. Abrió el cuaderno en el que garabateaba coplas y sones y quedó un rato largo mirando al espacio en blanco.

–Ya lo sé. Ya lo tengo –explotó con ojos vivaces, ante la sorpresa de mi mamá.

–¿Qué bicho te picó ahora? –le preguntó, contenta de sentirlo que ya estaba metido en su mundo.

–Esquina querida. Ese va a ser el nombre del tango.

–¿Ves? Dale con el tango; pucha que sos pesimista. Me parece que a propósito te ponés mal, para poder escribir esas cosas. No por nada tenés siempre ese cuaderno a mano cuando estás empacado como mula tuerta.

–¡¿Qué hablás?! ¿A vos quién te entiende? No me dijiste que hiciera de cuenta que la esquina era nuestra, que le ponga energía mental. Y bueno, este tango es para atraparla, es para hacerla mía; es justamente lo que me estás pidiendo.

Mi mamá quedó tiesa, aunque contenta y relajada. Mi papá tenía razón. Al fin y al cabo, estaba atrapando a la esquina, pero con una fórmula distinta y más creativa que la de ella.

–No me gusta. Es muy obvio. No tiene poesía –prosiguió mi papá.

–¿Qué decís?

–Del título. Esquina querida.

–No es feo. Ponele otro, entonces. Escribí lo que te falta y después le ponés el título. No te trabes.

–No es nada fácil, creéme.

–Yo sé. Pero hacé de cuenta que la esquina es una mina; ya vas a ver cómo te sale. A tantas le arrastraste el ala, que a una más…

–Vieja, no empecés, por favor –la cortó en seco.

–Dale, aguantátela, hacé de cuenta que la esquina soy yo. Acordate como me apretujaste en la cocina, de soltera. Me chantaste dos besos que me dejaste turulata y temblando. Parecías una ventosa, desgraciado.

Mi papá quedó de nuevo ensimismado, pero sus ojos denunciaban una actitud distinta. Estaba encendido. Prendió otro cigarrillo. Tachó el primer verso “penas que germinan a borbotones” porque le pareció muy cursi y no rimaba con los de las estrofas que había escrito tiempo atrás. Retachó el verso. Pensó que tenía que ser más optimista.

–Vamos, vamos, carajo –se arengó en voz alta. Y se dijo para adentro: “Tengo que soltarme y ser como la samba, como la Tota, más optimista y alegre, como dice don Adalesio”.

Mi mamá sintió que la tormenta había pasado y se fue a la cocina. Abrió la ventana de par en par y pensó en remachar la escena para llegar hasta la raíz en caso de que quedara una pizca de angustia en mi papá. Puso ocho cucharaditas de azúcar sobre la sartén invocando la fórmula mágica que le había regalado su mamá, la nona Antonia: “Lo salado mejora la digestión; pero lo dulzón ablanda el corazón”.

Mi papá miró atraído hacia la ventana e inhaló tan profundo que se robó todo el aroma de azúcar derretido que revoloteaba por el patio. Cerró los ojos y se dejó embriagar. De golpe y porrazo, le sobrevino una epifanía aromática, un pensamiento punzante que le bailoteó entre las sienes: “Nada de tango triste; tiene que ser una milonga alegre”.

Apretó la lapicera, tachó unos versos duros y despechados y se puso a escribir como un rayo. Escribió varios versos de corrido y los sintió buenos. Buscó la hoja con las estrofas anteriores y las limpió de penas. Le había costado horas escribirlas, pero ahora había logrado hacer lo nuevo y editar lo viejo en solo 143 segundos.

–Vieja, vení a escuchar. Escuchá a ver si te gusta –gritó en dirección a la cocina.

Mi mamá le respondió agarrada a los barrotes de la ventana de la cocina, creyéndose en el balcón de Romeo y Julieta.

–Leeme las estrofas anteriores, así engancho las nuevas.

Ya el sol se estaba apagando y una ventisca fresca invadía el patio. Yo salí del escondite y me acerqué como si me hubieran invitado. Mi papá se acomodó como maestro de sinfónica y usó la lapicera de batuta para acompasar sus versos.

–Esquina arrabalera y esquiva

Sos tan difícil, mi querida

¡No me abandones!

Me siento a la deriva

Pebeta, no seas celosa

La Tota es mi esposa

Tú eres luz de mis noches

Mi soñada mariposa

–Me gusta cómo lo cambiaste. Seguí, seguí –le pidió mi mamá, abriendo los ojos grandes como huevos fritos, para escuchar mejor.

–Suave caricia aterciopelada

Te desnudas engañada

Acepta mis temores

No te finjas desdichada

Enamórame, papusa mía

Ámame, no seas bravía

Pebeta hermosa, esquina mía

Pebeta hermosa, esquina mía

–¿Te gustó? Hasta le hice el estribillo –le preguntó mi papá, anhelando suspiros de aprobación.

Mi mamá quedó aferrada a los barrotes con cara de Julieta y ganas de envenenarse de amor. Celó a la esquina, aunque al mismo tiempo se sintió inspiración. Supo que era la pebeta. Se le abrillantaron los ojos y se esforzó para que le salieran las palabras.

–Guauuuu. Te quedó hermoso el tango. ¿Qué nombre le vas a poner?

–No es un tango, es una milonga. Todavía me falta. No está terminada, pero ya la tengo, la siento –dijo entusiasmado mi papá.

Releyó las tres estrofas y el estribillo, tarareó unos acordes con la armónica y se convenció de que el 2 x 4 del tango era muy duro para su letra. Estaba más seguro que nunca de que debía ser una canción de amor y esperanza. Entonó un pedacito con la armónica, pero no pudo alejarse de los acordes de “Milonga sentimental” y de Homero Manzi. Pensó que debía ir de a poco; agregarle más ritmo de candombe para tocar con la armónica, algo de percusión y para que mi hermano lo acompañara con el piano. “Nada de violines ni bandoneón”, pensó.

Estaba desbordante y contento. Sintió que el proceso había sido doloroso, pero fructífero. Le había servido para descubrir la fórmula de un buen tango: “Cuando las penas son profundas y aprietan el alma, la única forma de que no dejen cicatrices es escribir un tango”.

–¡No tengo dudas! para un buen tango, mejor hay que sufrir –sentenció, mirando a mi mamá e incluyéndome en el paneo.

–Ahora estás más contento con esos retoques que le hiciste, ¿no?

–Síiiiii. Creo que cuando ves la luz al final del túnel, por más que quieras escribir un tango, al final te sale una milonga –fanfarroneó, compadrito.

–¿Cuándo la vas a terminar?

–Cuando finalmente me lleve a la esquina a la cama; como a vos, pebeta.

–Ay no seas loco –le respondió mi mamá, clavándole una mirada empalagosa y, mirando hacia mi lado, me preguntó: “¿Y vos, Nenucho, de qué te reís?”

Mi papá agarró el cuaderno, pasó en limpio las estrofas, sorteó el estribillo entre ellas y dejó un espacio para un par de estrofas más.

–Me falta un sufrimiento más y listo el pollo –dijo, riéndose–. Y ya tengo el título, así que espero que te guste, porque en el título están mis dos amores, vos y la esquina –le dijo, apuntándole con la lapicera.

Mi mamá sintió un chorrito y que se derretía como el azúcar sobre la sartén.

Mi papá prendió el último cigarrillo; casi era noche. Arriba de las estrofas, escribió con letras mayúsculas: Milonga: “Pebeta hermosa, esquina mía”. Y debajo, en minúsculas: “letra por Livio Benito Trotti”.

Leer más anécdotas de la Pampa Gringa. Próxima entrega, el sábado: “Paredón de Vietnam y cazando plomos por los techos”

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