Cuesta arriba, las dificultades para moverse en sillas de ruedas en Córdoba
Una de las últimas noches de agosto, Netflix y su algoritmo me propusieron ver una película que decidí aceptar porque supuse que me dormiría en cinco minutos. Trabajaba Naomi Watts y el dato me pareció suficiente para darle play. La película se llama Penguin Bloom, y no le daría cinco estrellas, pero me encontré varios días hablando de la trama.
El móvil para citarla tenía que ver con la imposibilidad y con lo difícil que se hace encarar la vida desde una silla de ruedas en ciudades como la nuestra.
Mi suegra era una mujer bella, pujante. Dicen que se confeccionaba su propia ropa para ir a trabajar; dicen que no permitía una mesa sin un mantel; dicen que amaba las fiestas, salir a pasear y reírse con amigos. No conocí a esa mujer: conocí a otra. Una mujer que prefirió el encierro y la soledad después de sufrir un accidente cerebrovascular a muy temprana edad –apenas pasados los 40 años.
Ella decía que la ciudad no estaba preparada para la silla de ruedas. La incomodaba tener que calcular el tamaño de las puertas de los bares; la ponía nerviosa y le generaba mucha frustración no saber si al bajar un cordón de la vereda roto o sin rampa, o con la rampa obstaculizada por algún automóvil, no terminaría peor de lo que ya estaba: accidentada contra el asfalto.
Le insistía a mi suegra. Salgamos, dale, salgamos. Yo te llevo. Yo me ocupo. Busco los bares que sean aptos. Vamos a tomar el té; vamos al cine, hay gente que va; dale, dale, vamos. Su no era rotundo. Después, se quedaba en silencio, como si le diera vergüenza haber manifestado su postura con tenacidad. Se quedaba en silencio, se pasaba la mano por la cabeza como si quisiera acomodarse el cabello y volvía al televisor, que en los últimos años era su único entretenimiento.
Cuando nació mi hijo, mi suegra ya se había ido del mundo. Y yo empecé a trasladar un cochecito con cuatro ruedas; que no es lo mismo que una silla de ruedas y que tampoco llega a representar la misma sensación, la idea o las posibilidades de traslado. Pero aun así, con esa distancia práctica, simbólica y emocional, empecé a pensar en ella cada vez que salía con el coche.
La semana pasada opté por dejar abierta la puerta del baño de un bar para poder sentarme en el inodoro y que el coche con mi hijo a cuesta me hiciera de barrera en la puerta. El coche no entraba en el cubo sanitario. Unos días después, en avenida Rafael Núñez y Gregorio Gavier, una zona del noroeste de la ciudad de Córdoba donde hay centros de salud, bares, bancos y semáforos que ordenan el tráfico, tuve que explicarle a una señora que no podía estacionar trabando la única rampa que hay en cuatro esquinas. Me respondió que no tenía otro lugar para estacionar, apretó el pip de la alarma y se fue.
La mayoría de las personas hablamos de baches en el asfalto. La mayoría de los políticos que son elegidos como intendentes de la ciudad de Córdoba prometen lo mismo: planes de bacheo que benefician a los motorizados. Hace algunos años se pusieron de moda la promesa y la inversión en bicisendas, pero me pregunto cuándo se implementará un plan urbano que contemple a las personas con accesibilidad restringida; para cuándo se arreglarán las veredas, se pondrán rampas, se multará a los automovilistas que no respetan esas facilidades.
¿Falta mucho? ¿O el cálculo de votantes positivos en el que resultaría esta medida no es suficiente para esta inversión?
* Escritora y periodista
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